domingo, 18 de diciembre de 2011


«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra»
( Lc. 1, 26-38) 


Estamos a las puertas de la Navidad, el tiempo a transcurrido de forma muy rápida, celebramos hoy el cuarto domingo del Adviento , El pasaje del Evangelio de hoy comienza con las familiares palabras: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret». Es el relato de la Anunciación. 
Para entender las lecturas de hoy (sin mencionar Navidad misma), tenemos que  volver a nuestros primeros papás. La Biblia les llama Adán (“el hombre”) y Eva (“madre de todo viviente”). De ellos hemos heredado cosas buenas, más  importante, la imagen de Dios. Nos hace capaces de arte y cultura – todas las cosas bellas que seres humanos han creado.
Al mismo tiempo, hemos heredado cosas que solamente  se puede denominar  como pecado, Además experimentamos una división interior.  Esa “división íntima” es el pecado  original, una debilidad terrible que heredamos de nuestros primeros padres.
Todos heredamos de nuestros papás cosas buenas y cosas malas y tu y yo hemos  heredado la “condición humana” que incluye el pecado original. Tenemos que hacer  lo posible con el hecho que somos hijos de Adán y Eva. 

Este domingo final antes de Navidad. No somos solamente hijos de Eva, sino de  la Nueva Eva, María. Me parece interesante que hace largo Eva trató de exaltarse, y se dejo engañar por la serpiente, porque quería ser importante, quería ser como un dios, poderosa, indestructible.
Hoy, una segunda Eva dice que quiere la “esclava” del Señor, todo lo contrario a la primera, esta respuesta es difícil, porque se humilla y su más grande deseo  es  vaciarse para ser llenada de Dios. En el caso de María, sucedió en un modo literal. Nos dice la liturgia de las Horas, “Por Eva se cerraron a los hombres las puertas del paraíso, pero por María virgen, han sido abiertas de nuevo.
Me impacta la sencillez y sinceridad con que María responde al pedido del Ángel y al mismo tiempo me pregunto si hubiera sido capaz de responder de la misma manera que ella lo hizo a tan grande misión, a tan arriesgado reto.

 «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc.1, 38). Con estas palabras María hizo su acto de fe. Acogió a Dios en su vida, se confió a Dios. Con aquella respuesta suya al ángel es como si María hubiera dicho: «Heme aquí, soy como una página en blanco: que Dios escriba en mí todo lo que quiera».

 Aquél fue el acto de fe más difícil de la historia. ¿A quién puede explicar María lo que ha ocurrido en ella? ¿Quién le creerá cuando diga que el niño que lleva en su seno es «obra del Espíritu Santo»? Esto no había sucedido jamás antes de ella, ni sucederá nunca después de ella. María conocía bien lo que estaba escrito en la ley mosaica: una joven que el día de las nupcias no fuera hallada en estado de virginidad, debía ser llevada inmediatamente ante la puerta de la casa paterna y lapidada (Cf. Dt 22,20ss). ¡María sí que conoció «el riesgo de la fe»!
La fe de María no consistió en el hecho de que dio su asentimiento a un cierto número de verdades, sino en el hecho de que se fió de Dios; pronuncio su «fíat» a ojos cerrados, creyendo que «nada es imposible para Dios». 

María no dio su consentimiento con triste resignación, como quien dice para sí: «Si es que no se puede evitar, pues bien, que se haga la voluntad de Dios». El amen de María fue como el «sí» total y gozoso que la esposa dice al esposo el día de la boda. Que haya sido el momento más feliz de la vida de María lo deducimos también del hecho de que, pensando en aquel momento, ella entona poco después el Magníficat, que es todo un canto de exultación y de alegría. La fe hace felices, ¡creer es bello!

La fe es el secreto para hacer una verdadera Navidad; expliquemos en qué sentido. San Agustín dijo que «María concibió por fe y dio a luz por fe»; más aún, que «concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo». Nosotros no podemos imitar a María en concebir y dar a luz físicamente a Jesús; podemos y debemos, en cambio, imitarla en concebirle y darle a luz espiritualmente, mediante la fe. Creer es «concebir», es dar carne a la palabra. Lo asegura Jesús mismo diciendo que quien acoge su palabra se convierte para él en «hermano, hermana y madre» (Mc. 3,33).

Vemos por lo tanto cómo se hace para concebir y dar a luz a Cristo. Concibe a Cristo la persona que toma la decisión de cambiar de conducta, de dar un vuelco a su vida. Da a luz a Jesús la persona que, después de haber adoptado esa resolución, la traduce en acto con alguna modificación concreta y visible en su vida y en sus costumbres.
Por ejemplo, si blasfemaba, ya no lo hace; si tenía una relación ilícita, la corta; se cultivaba un rencor, hace la paz; si no se acercaba nunca a los sacramentos, vuelve a ellos; si era impaciente en casa, busca mostrarse más comprensiva, y así sucesivamente. 

¿Qué llevaremos de regalo este año al Niño que nace? Sería raro que hiciéramos regalos a todos, excepto al festejado. Una oración de la liturgia ortodoxa nos sugiere una idea maravillosa: «¿Qué te podemos ofrecer, oh Cristo, a cambio de que te hayas hecho hombre por nosotros? Toda criatura te da testimonio de su gratitud: los ángeles su canto, los cielos la estrella, los Magos los regalos, los pastores la adoración, la tierra una gruta, el desierto un pesebre. Pero nosotros, ¡nosotros te ofrecemos una Madre Virgen!». ¡Nosotros –esto es, la humanidad entera-- te ofrecemos a María! 

sábado, 10 de diciembre de 2011


“En medio de ustedes hay uno al que no conocen”
(Jn.1,6-8.19-28)


Estamos celebrando El Tercer Domingo de Adviento, pareciera que el evangelio es el mismo que oímos de boca de Marcos la semana pasada, ciertamente tiene frases parecidas y prácticamente el significado es el mismo, la preparación a la venida de Jesús y la escucha vigilante de esa voz que nos está invitando a la conversión. La liturgia en plenitud nos anuncian a un punto grande y que el mundo de hoy a perdido y es la alegría, San Pablo nos invita y nos dice: “estar siempre alegres en el Señor”. 

Bien es cierto, que vivimos tiempos de crispación y hasta de desaliento. Hay una lista interminable de razones para el desaliento y la tristeza: la violencia que no cesa en muchos rincones de la tierra, la injusticia que cubre la vida de millones de personas, la indiferencia ante la Buena Noticia del Evangelio de nuestra sociedad satisfecha en sus propias redes, la insolidaridad ante el pobre y desvalido… Tantas razones para el desaliento y la tristeza.
Pero hoy, se nos anuncia la alegría como lo hizo Isaías y Pablo en otro tiempo, porque, como dijo San Juan Crisóstomo: “La verdadera alegría se encuentra en el Señor. Las demás cosas, aparte de ser mudables, no nos proporcionan tanto gozo que puedan impedir la tristeza ocasionada por otros avatares, en cambio, el temor de Dios la produce indeficiente porque teme a Dios como se debe a la vez que teme confía en Él y adquiere la fuente del placer y el manantial de toda alegría”

El profeta Isaías ha reflexionado profundamente sobre el verdadero designio de Dios. Éste no se manifestará de la manera brillante que esperan los hombres, sino que se dará a conocer a través de un "ungido", preocupado sobre todo por los pobres de este mundo. Esta salvación se manifestará por la justicia y por la alabanza al Dios vivo.

El apóstol Pablo escribe a la Comunidad de Tesalónica.  Les invita a que vivan en plenitud la vida en Dios, manifestado plenamente en Jesucristo, la verdadera alegría.  Y la seguridad en la cercanía del Señor, que debe ceñir toda la vida cristiana, la concreta en tres aspectos: la alegría confiada y pacífica, en toda circunstancia; la superación de toda preocupación y angustia; la oración de súplica y acción de gracias al Dios de la paz.  
      
En el Evangelio de este domingo hay una frase que me llama la atención este domingo, cuando Juan responde a la pregunta de los fariseos; “En medio de ustedes hay uno que a quien no conocen” (Jn. 1,6-8)I, y me llama la atención porque ciertamente porque muchos todavía no hemos descubierto el gozo de su presencia en nosotros por ello no descubrimos la alegría.
Comienza el texto diciendo: “Surgió un hombre”  a Juan se le describe como un hombre sin más calificación, no se dice su condición social ni religiosa. Pero si se enfatiza su misión, que era dar testimonio de la luz, el no era la luz, sino un testigo.
Todos los que deseamos ser discípulos de Jesús, estamos llamados a ser testigos como Juan, hombres y mujeres que siguiendo la humildad de Juan no confundió  su misión tomando los meritos que no le pertenecían, solo invito a esperar, y mostro la luz de la gracia de su misión con perseverancia.

La aparición de Juan en el Jordán y su impacto en el pueblo, pone nerviosos a los que ocupan la cúspide del poder, es interesante que cuando los profetas hablan, y muestran su autoridad divina, pongan nervioso al poder y resultan incómodos.

Por eso los judíos de Jerusalén envían una comisión de sacerdotes y levitas a preguntarle  ¿Quién eres tú?... Juan contesta una negativa, no es ninguno de los que ellos piensan, no es lo que sus tradiciones creen. No habla en ningún momento de especulaciones, simple y sencillamente repite “Soy la voz que clama en el desierto”

San Agustín dice que la ‘palabra’ se conoce por la ‘voz’. La voz es lo órgano por el que se nos reconocer la palabra. La voz sin palabras es un sonido que hace daño al oído. El Señor es la palabra, y Juan es la voz que anuncia al Señor. Juan sabe muy bien quien es Jesús y lo proclama en el desierto. Es un instrumento del cual se sirve Dios para dar a conocer a Jesús. Juan ha concebido a Jesús en su corazón, y su boca habla de él.

Todos podemos y hemos de ser la voz del Señor. Hemos de hablar de Jesús, especialmente en estas fiestas de Navidad. Juan es la voz que clama en el desierto y da su fruto, aunque no fuera como se lo esperaba, porque esa voz no fue escuchaba como se debía.

Muchas veces a nosotros también nos da la impresión de que predicamos en el desierto. Los padres que han educado a sus hijos cristianamente ahora ven que no van nunca practican su fe o no quieren oír hablar de Dios, se sienten desengañados, culpables y angustiados. ¿Hemos predicado en el desierto? No, no es así. Todo trabajo, todo esfuerzo da fruto, aunque muchas veces el fruto no lo veamos de inmediato, sino con el tiempo.

Uno de los pecados de omisión es no hablar de Jesús. En este tiempo de Adviento, tenemos que preparar nuestro corazón por recibir con alegría al Señor el día de Navidad. San Agustín dice que Juan clama para que Jesús entre en nuestro corazón, pero Él no entrará si no le allanamos el camino.

Allanar el camino es estar siempre alegres. San Pablo dice: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres (Flp 4, 4). Cuando hablamos de preparar con alegría las fiestas de Navidad y celebrarlas solemnemente con el gozo del espíritu, queremos decir que nos referimos a la alegría que se instala en el ápice más fino de nuestro espíritu, allí dónde este gozo entra en comunión con el Espíritu de Dios y es movido por Él. No quiere decir cerrar los ojos a la realidad, sino ponerse en manos de Dios.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCION


 «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios.»
(Lc.1,26-38)


Hoy celebramos la solemnidad de la Inmaculada concepción teniendo como centro el dogma definido por el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 al proclamar solemnemente que la Santísima Virgen, “fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano”.
La Concepción Inmaculada de María es obra de toda la Trinidad Santa. Ante el extravío de los hombres, alejados de Dios por el pecado, en la plenitud de los tiempos, el Hijo unigénito de Dios se ofrece al Padre para venir al mundo y llevar a cabo la obra saludable de nuestra salvación. Dios Padre prepara una madre para su Hijo, que se encarna por obra del Espíritu Santo para nuestra salvación. Y elige una madre santa, pura y limpia, no manchada por el pecado original e inmune de pecados personales.
La Concepción Inmaculada de María deriva de su maternidad divina. Por ser Dios, Jesús pudo dibujar el retrato físico y espiritual de su madre y, en consecuencia, pudo hacerla santa, hermosa y “llena de gracia” (Lc 1,18). Este privilegio singular es el primer fruto de su muerte redentora. Mientras los demás hombres y mujeres somos limpiados del pecado original en el bautismo por el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, María es preservada del pecado aplicándosele anticipadamente los méritos de su sacrificio redentor. Por ello, posee la plenitud de gracia y no hay en ella el menor atisbo de pecados personales. Aquí se fundamentan los demás privilegios marianos, entre ellos su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
El sentido de la fe del pueblo cristiano, ya en los primeros siglos de la Iglesia, percibe a la Santísima Virgen como “la Purísima”, “la sin pecado”, convicción que se traslada a la liturgia y a las enseñanzas de los Padres y de los teólogos. En el siglo XVI son muchas las instituciones, que hacen suyo el “voto de la Inmaculada”. Universidades, gremios e instituciones públicas juran solemnemente defender “hasta el derramamiento de su sangre” los privilegios marianos, especialmente el de la Inmaculada Concepción. (Homilia de Mons. Juan José Asenjo Pelegrina Arzobispo de Sevilla)
María tiene un lugar muy especial dentro de la Iglesia por ser la Madre de Jesús. Sólo a Ella Dios le concedió el privilegio de haber sido preservada del pecado original, como un regalo especial para la mujer que sería la Madre de Jesús y madre Nuestra. Con esto, hay que entender que Dios nos regala también a cada uno de nosotros las gracias necesarias y suficientes para cumplir con la misión que nos ha encomendado y así seguir el camino al Cielo, fieles a su Iglesia Católica.
Podemos aprender que es muy importante para nosotros recibir el Bautismo, que sí nacimos con la mancha del pecado original. Al bautizarnos, recibimos la gracia santificante que borra de nuestra alma el pecado original. Además, nos hacemos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Al recibir este sacramento, podemos recibir los demás.
Para conservar limpia de pecado nuestra alma podemos acudir al Sacramento de la Confesión y de la Eucaristía, donde encontramos a Dios vivo.
Hay quienes dicen que María fue una mujer como cualquier otra y niegan su Inmaculada Concepción. Dicen que esto no pudo haber sido posible, que todos nacimos con pecado original. En el Catecismo de la Iglesia Católica podemos leer acerca de la Inmaculada Concepción de María en los números 490 al 493.
El alma de María fue preservada de toda mancha del pecado original, desde el momento de su concepción. María siempre estuvo llena de Dios para poder cumplir con la misión que Dios tenía para Ella. Con el Sacramento del Bautismo se nos borra el pecado original. Dios regala a cada uno de nosotros las gracias necesarias y suficientes, para que podamos cumplir con la misión que nos ha encomendado.

(Tomado de la Homilia de Mons. Juan José Asenjo Pelegrina Arzobispo de Sevilla y de los articulos de Catholic.net)


lunes, 5 de diciembre de 2011

El Padre Anton Luli S.J., albanés Pasó 42 años entre la cárcel, torturas y trabajos forzados, oficiando la Misa clandestinamente


Ésta es la historia de una valeroso jesuita albanés llamado Anton Luli. Una vida llena de penalidades y sufrimientos bajo la dictadura comunista en Albania y, a la vez, testimonio de cristiano.


«Bendigo al Señor, que a mí, su pobre y débil ministro, me ha dado la gracia de permanecerle fiel durante una vida prácticamente marcada por las cadenas. Sólo su gracia podía hacer esto.

Primer arresto
»Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1947. Apenas había terminado mi formación.

»A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.

»El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño.

La cárcel era un baño lleno de excrementos
»Allí permanecí nueve meses. Me tenía que acurrucar sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.

Corriente eléctrica en los oídos como tortura
»Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían dos alambres en los oídos. Era una cosa horrible. Durante un tiempo me amarraban las manos y los pies con alambres, y me echaban al suelo en un lugar oscuro, lleno de grandes ratas que me pasaban por encima sin que yo pudiera evitarlo. Llevo todavía en mis muñecas las cicatrices de los alambres que se me incrustaban en la carne.Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios, acompañados de violencia física. Recordaba entonces los golpes sufridos por Jesús al ser interrogado por el Sumo Sacerdote.

Más torturas
»Una vez me colocaron delante un papel y un bolígrafo y me dijeron: Escribe una confesión de tus crímenes y, si eres sincero, podríamos hasta mandarte a casa. Para evitar golpes y bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de muertos o de fusilados, con los que nunca tuve nada que ver. Al final añadí: Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo he escrito porque me obligaron. El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción, seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y, blasfemando, ordenó a los policías que me llevaran fuera, gritando: Sabemos cómo hacer hablar a esta carroña.

Jesús, siempre a mi lado...
»Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.

Trabajos forzados en los pantanos

»Al salir de la prisión, me enviaron a trabajos forzados como obrero en una finca estatal: me pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos. Era un trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se nos reducía a gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía extenuado, le dejaban morir. Pero en aquella etapa logré decir misa de manera clandestina y sólo desde el ofertorio hasta la comunión. Conseguí un poco de vino y algunas formas, pero no podía confiar en nadie ya que si me descubrían, me hubieran fusilado. En este trabajo en los pantanos estuve 11 años.

Otra vez a la cárcel y pena de muerte
»El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda vez, me registraron y me llevaron a la ciudad de Scurati. No tenía consigo más que el rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de la requisa me tiraron al suelo de una celda. Me daba cuenta que me dirigía a un nuevo calvario; pero de improviso la desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús. Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mí, y yo le pudiera hablar. Fue determinante para mí. Comenzaron de nuevo las torturas y otro proceso: el 6 de noviembre de 1979 me condenaron a a morir fusilado. La causa que adujeron fue sabotaje y propaganda antigubernativa. Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada por 25 años de prisión.

La libertad... a los 80 años
»Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando en 1989 pude celebrar la primera Misa en libertad. Pero hoy, recorriendo con mi pensamiento mi propia existencia, me doy cuenta de que la misma ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que era la mía, conservando una serenidad que no podía tener otra fuente que el corazón de Dios.

Experiencia como sacerdote
»Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con respecto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.

»Pero hoy, contemplando la gloria de María en el Cielo, y pensando que también a nosotros se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa, que dirigirme a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, con las palabras de san Pablo: “Porque estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8, 18). Contemplamos la gloria de María en el cielo, permanecemos fieles, en pie, con fuerza y dignidad cerca de la Cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se presente en nuestras vidas. nosotros somos personas que nos entregamos al amor de Cristo. ¿Quién nos podrá separar de este amor? Éste es el verdadero mensaje de mi experiencia de vida. En todos los momentos de sufrimiento y de dificultad “nosotros salimos vencedores gracias a Aquél que nos amó” (Rom 8, 37).

No al odio
»Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé».

El padre Anton Luli S.J. murió en Roma el 10 de marzo de 1998 a la edad de 88 años.

Tomado de: religionenlibertad.com

viernes, 2 de diciembre de 2011

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

"Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos"

(Mc.1,1-8)
Rev. Alexander Díaz



Iniciamos hoy a leer el Evangelio según San Marcos. La palabra Evangelio significa Buena Nueva. Esto quiere que algo bueno, algo grande, algo capaz de hacernos felices, algo capaz de rebosar esta vasija de barro, todo eso y más represente el Santo Evangelio. El mensaje toca al individuo y toca a la so¬ciedad; toca al cuerpo y toca al alma, toca lo más profundo del espíritu. Una Buena Nueva que nos transforma, que nos eleva, que nos «realiza» según el plan de Dios nuestro Creador. El Portador y Consumador es Cristo, Hijo de Dios nada menos. Y la Buena Nueva nos la trae a nosotros como destinatarios directos de esta gracia.

Cosa curiosa, la Buena Nueva que debe hacernos felices comienza con un llamamiento a la penitencia, a la conversión.

Hoy día, estamos expuestos a múltiples factores de alienación y de verdadera esclavitud, a veces, es el imperio absoluto de la razón científica, mal entendida el que ahoga la dimensión de nuestro ser. Otras veces, nos instalamos en una vida superficial que nos impide llegar al corazón de nosotros mismos. Solo nos interesa la satisfacción de lo inmediato… no queda sitio para Dios.

Con frecuencia el vacío dejado por Dios viene a ser ocupado por los "dioses modernos" del dinero, el prestigio social, el sexo, la diversión, el nivel de vida, el consumo, etc. Pero la dimensión profunda de la vida queda reprimida y perturba nuestra relación con Dios y nuestra relación con los hermanos.

En estos días del Adviento hay que volver a escuchar la voz de Juan y hay que reco-nocer las propias culpas, hay que dejar los malos hábitos, hay que volver a iniciar. Un hombre suelto y libre. Sin pa¬lacios, sin ropajes, sin adornos, sin ataduras de ninguna clase, grita sin miedo a todos "Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos" (Mc.1,3) Esto significa quitar los obstáculos que impiden la llega de Dios a nuestra vida, que no bloqueemos las puertas de nuestro corazón a su presencia que viene a liberarnos. Voz de Dios en el desierto.

Esta invitación es una buena noticia que despierta una esperanza, esperanza que no es un optimismo barato, ni la búsqueda de un consuelo ingenuo, sino toda una manera de enfrentarse a la vida desde la confianza radical en Dios. Una pregunta muy frecuente es: ¿Quiénes son esos que preparan el camino del Señor?

Preparan los caminos al Señor y abren las puerta quienes se esfuerzan en "rellenar los valles y abismos", quienes con sistemático trabajo se empeñan en adquirir las virtudes que apresuran la venida del Señor a sus corazones.

Por tanto: ¡Despójate del egoísmo y apego a los bienes materiales para revestirte de actitudes de generosidad y desprendimiento! ¡Despójate de la insensibilidad frente a las necesidades del prójimo y revístete de la caridad que se hace concreta en actitudes e iniciativas de solidaridad! ¡Despójate de los chismes, de la difamación, de la calumnia, de hablar mal de personas ausentes, de palabras des edificantes o groseras para revestirte de un habla reverente, que busca la edificación de los demás!

Quien ama de verdad no soporta esperar, quisiera "ya" la presencia del amado. Si amas al Señor con todo tu corazón, "abaja los montes y colinas", quita todo obstáculo, limpia tu corazón de todo pecado, vicio o mal hábito que impide que Él venga y permanezca en ti. Al mismo tiempo, "rellena los vales y abismos", revístete de Cristo y de sus virtudes, esfuérzate en pensar, amar y vivir como Él.

No olvidemos que tal esfuerzo continuo de conversión será totalmente inútil y estéril si no acudimos incesantemente al Señor en la oración, si no recurrimos a los sacramentos en los que encontramos la gracia y fuerza necesaria, en los que encontramos al Señor mismo: "El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada." (Jn 15,5). Él hará fecundos todos tus esfuerzos, si acudes incesantemente a Él y si luchas con paciencia y perseverancia. Así pues, en medio de tus luchas y empeños, persevera en la oración diaria, en ese coloquio íntimo que es encuentro con el Señor y escucha de su palabra,

Somos renovados, somos transformados, somos hijos del Padre. Somos sus confidentes, somos sus amigos, somos herederos de su Gloria. Somos hacederos de su Reino. A todo eso llamamos Salvación y nos quedamos cortos. La Salvación opera ya desde ahora en forma admirable, pero el «Mañana», el Día Grande del Se¬ñor, nos lo revelará por completo. Hay que prepararse. Hay que hacer peni¬tencia y creer en el Evangelio. Amen





ADVIENTO TIEMPO DE ESPERANZA














Cada tiempo, en el ciclo litúrgico de la Iglesia, tiene una peculiaridad. Y así como la Pascua habla de la alegría por la victoria de Jesucristo, y la Cuaresma del esfuerzo y de la purificación sacrificada que hay que ir realizando en la propia vida para poder llegar a Cristo, el Adviento se convierte para los cristianos en un tiempo de levantar los ojos de cara a la promesa que Nuestro Señor hace a su Iglesia de estar con nosotros. El Adviento es la preparación de la venida del “Emmanuel”, es el tiempo del cumplimiento de la promesa de Dios. 

El Adviento está tocado, de una forma muy particular, por la característica de la esperanza. La esperanza como virtud que sostiene al alma, que consuela al ser humano. Teniendo en cuenta este sentido esperanzador del Adviento, creo que cada uno de nosotros tendría que reflexionar sobre el tema de lo que es la esperanza en su vida. 


Cuántos desánimos, cuántas fragilidades, cuántas decepciones, cuántas caídas y cuántos momentos de rendirse a la hora del trabajo espiritual, apostólico y familiar no tienen otra fuente más que la falta de esperanza. La falta de esperanza es fruto de una falta de fortaleza que, al mismo tiempo, es el resultado de la carencia de perspectivas de cara al futuro, que es lo acaba por hundir al alma en sí misma y le impide mirar hacia el futuro, mirar hacia Dios.

Ahora bien, la esperanza tiene dos facetas que debemos considerar de cara al Adviento. Hay una primera, que es una faceta de dinamismo. La esperanza empuja, porque es como quien ve la meta y ya no se preocupa de si está cansado o no, de si las piernas le duelen o no, ni de la distancia a la que viene el otro detrás. Sabe hacia dónde se dirige, tiene una meta presente y corre hacia ella. 

La esperanza es algo semejante a cuando uno está perdido en el campo, y de pronto ve en la lejanía un punto que reconoce: un árbol, una casa, una parte del camino; entonces, ya no le importa por dónde tiene que ir atravesando, lo único que le interesa es llegar al lugar que reconoce. La esperanza es algo que te sostiene y te permite seguir adelante sin preocuparte de las dificultades que hay en el camino. 

La segunda faceta de la esperanza es la purificación, que produce un efecto correctivo y transformador en la persona. La esperanza, al mostrarme el objeto al cual tiendo, me muestra también lo que me falta para lograr alcanzarlo. Por eso la esperanza se convierte no en una especie de resignación o de ganas de hacer algo, sino en un fermento dentro del alma. 

Si Cristo es mi esperanza, ¿qué me falta para alcanzarlo? Si la armonía de mi familia es mi esperanza, ¿qué me falta para conseguirla? Si mi hijo necesita que yo le dé este o aquel testimonio, ¿qué me falta para podérselo dar? La esperanza se convierte en aguijón, en resorte dentro del alma para que uno pueda llegar a obtener lo que espera. 

Es necesario que en nuestras vidas existan estas dos dimensiones de la esperanza: la dimensión dinámica y la dimensión de la purificación. Si nada más te quedas en el sostenerte, nunca te vas a transformar, nunca vas a llegar. Y si nada más te quedas en el transformarte, al ver lo duro, lo difícil y lo áspero de esta transformación, puedes caer en la desesperanza.
Aprendamos, entonces, a vivir en este tiempo de Adviento con la mirada dirigida hacia Cristo, que es el objeto de nuestra fe. Pidámosle al Señor que nos permita encontrarlo y recibirlo, y que nos otorgue la gracia de sostener nuestro corazón en el arduo trabajo diario de santificación.

Les invito a que con la esperanza como virtud central en este tiempo de Adviento, podamos repetir lo que dice el salmo 26: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?”

(Tomado de Catholic.net y escrito por P. Cipriano Sánchez LC)