jueves, 20 de enero de 2011

Tercer domingo del Tiempo Ordinario

“Síganme y los hare Pescadores de hombres”.
Mt. 4, 12-23

Rev. Alexander Díaz

El Evangelio de hoy nos presenta el comienzo de la vida pública de Jesús. No pudo tener un principio más humilde ni sencillo. Nada que ver con las grandes ceremonias que nos gusta hacer en nuestros días para marcar el comienzo de los grandes eventos. Pensemos en las ceremonias inaugurales, por ejemplo, de los juegos olímpicos, donde parece que el país anfitrión se juega el prestigio. O recordemos la ceremonia de inauguración de la presidencia en Estados Unidos, con miles de invitados aguantando el frío de enero al aire libre. También en la Iglesia nos gustan las grandes ceremonias y liturgias con miles y miles de asistentes. A veces esas ceremonias tan grandilocuentes –las civiles y las eclesiales– resultan que son más apariencia que realidad. Se parecen a esos decorados de cine en los que las casas no tienen más que la fachada.
Jesús se retira a Galilea y allí comienza a ir de pueblo en pueblo, predicando el mensaje más sencillo que nos podamos imaginar: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos.”
Juan estaba preso y Jesús va a Galilea. Galilea era la parte más remota del país y la más lejana de Jerusalén. Era considerada con desprecio y sus habitantes tenidos como gente ruda y tosca. Cafarnaúm era una ciudad de Galilea.
En este contexto Jesús comienza a predicar y a proclamar el cumplimiento del profeta Isaías: la luz ha llegado al pueblo que vivía en la oscuridad.
La vida de cada ser humano tiene numerosos momentos de oscuridades. Incluso los grandes místicos han pasado por noches oscuras que, aunque purificadoras, siempre tienen una gran carga de dolor. Quien da cabida a Jesús es capaz de ver con profunda claridad su vida y toda su existencia, aunque ese seguimiento requiera un esfuerzo y sacrificio.

Curiosamente decimos que la mañana es clara, que tenemos las cuentas claras y que las intenciones son claras... pero quizás no nos hemos detenido a examinar con profundidad la claridad de nuestra vida.
Tener claridad es saber distinguir lo que nos pasa y por qué nos pasa; saber distinguir quienes somos, de quienes no somos, y saber que no somos dioses y que Dios es Dios.
La tiniebla es engañarse a uno mismo; no querer ver la realidad de mi vida ni la presencia de Dios en ella, por eso las sombras son "sombras de muerte", porque no me hacen ser más humano; no me hacen crecer ni humana ni espiritual ni emocionalmente. Una de las grandes tragedias de la vida humana es saberse en tinieblas y no encontrar senderos de luz.
Jesús proclama a renglón seguido la necesidad que tenemos de convertirnos para que la luz llegue a nuestra vida. Para ello nos propone la conversión a Dios.
Convertirse es cambiar de mentalidad para adquirir los criterios de Dios. Pero no todo el mundo está dispuesto a realizar este cambio. Muchas veces por miedo o por comodidad las personas prefieren mantenerse en sus dolores que ir a sus esperanzas. Prefieren el sufrimiento al enfrentamiento consigo mismo.
El Señor no nos enfrenta con los demás, ni tan siquiera con nuestros enemigos. Hace algo mucho más duro: nos enfrenta contra nosotros mismos y nuestro mundo interior.
Cuando Cristo comenzó a predicar, comenzó también a reunir discípulos, para que fuesen oyentes antes que predicadores.
En medio de esta predicación es que se encuentra con los primeros apóstoles, Pedro Santiago, Juan y Andrés que eran pescadores, y ejercían una labor sencilla e insignificante en aquel pueblo de mala reputación, es a ellos a quienes reconoce como invitados a vivir la gran aventura de su vida, ser Apóstoles, quizá en ese momento no lo entienden, ni están de acuerdo con ese llamado, pero la verdad que cuando Jesús pasa y entra en nuestra vida ya no somos los mismos, nos volvemos diferentes, nuestras mentalidades y costumbres cambian, porque su mirada tiene poder de transformación interior. Los discípulos le siguen porque se fían de su palabra, antes incluso de ver sus milagros. La vida cristiana no se basa en el ver milagros sino en confiar plenamente en Aquel que puede hacerlos.
El evangelio de hoy termina con la curación de enfermedades y dolencias del pueblo, es impresionante ver que la predicación de Jesús siempre está unida a la curación y sanación de las dolencias de los que están junto a él y le escuchan es una señal bien clara que la curación que Jesús realiza en las personas no es solamente la física sino también la espiritual. Todos estamos llamados a la sanación integral de nuestra vida. Todos estamos llamados a la conversión, que es la sanación mas grande y mas rica que el ser humano puede recibir…