sábado, 4 de abril de 2009

DOMINGO DE RAMOS

EN LA PASION DEL SEÑOR
Hoy domingo de Ramos se abre solemnemente la Semana Santa, con el recuerdo de las Palmas y de la pasión, de la entrada de Jesús en Jerusalén y la liturgia de la palabra que evoca la Pasión del Señor en el Evangelio de San Marcos.

Vamos con el pensamiento a Jerusalén, subimos al Monte de los olivos para recalar en la capilla de Betfagé, que nos recuerda el gesto de Jesús, gesto profético, que entra como Rey pacífico, Mesías aclamado primero y condenado después, para cumplir en todo las profecías.
Por un momento la gente revivió la esperanza de tener ya consigo, de forma abierta y sin subterfugios aquel que venía en el nombre del Señor. Al menos así lo entendieron los más sencillos, los discípulos y gente que acompañó a Jesús, como un Rey.

San Marcos nos habla de la algarabía de la multitud, y de cómo esa gente iba alfombrando el camino con sus vestidos, manifestando la dignidad de Jesús como rey, y con grito de algarabía gritaban: "Bendito el que viene como Rey en nombre del Señor.

Paz en el cielo y gloria en lo alto". Palabras con una extraña evocación de las mismas que anunciaron el nacimiento del Señor en Belén a los más humildes.
Jerusalén, desde el siglo IV, en el esplendor de su vida litúrgica celebraba este momento con una procesión multitudinaria. Y la cosa gustó tanto a los peregrinos que occidente dejó plasmada en esta procesión de ramos una de las más bellas celebraciones de la Semana Santa.

Por otro lado, entramos en la Pasión y anticipamos la proclamación del misterio, con un gran contraste entre el camino triunfante del Cristo del Domingo de Ramos y el Viacrucis de los días santos.

Sin embargo, son las últimas palabras de Jesús en el madero la nueva semilla que debe empujar el remo evangelizador de la Iglesia en el mundo. "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

Este es el evangelio, esta la nueva noticia, el contenido de la nueva evangelización. Desde una paradoja este mundo que parece tan autónomo, necesita que se le anuncie el misterio de la debilidad de nuestro Dios en la que se demuestra el culmen de su amor.
Como lo anunciaron los primeros cristianos con estas narraciones largas y detallistas de la pasión de Jesús.




Era el anuncio del amor de un Dios que baja con nosotros hasta el abismo de lo que no tiene sentido, del pecado y de la muerte, del absurdo grito de Jesús en su abandono y en su confianza extrema. Era un anuncio al mundo pagano tanto más realista cuanto con él se podía medir la fuerza de la Resurrección. La liturgia de las palmas anticipa en este domingo, el triunfo de la resurrección; mientras que la lectura de la Pasión nos invita a entrar conscientemente en la Semana Santa de la Pasión gloriosa y amorosa de Cristo el Señor.
Estos días de la Semana Santa nos llaman a la muerte con Cristo: a sacrificar nuestra vida por El y por lo que El nos dice en su Evangelio. No basta recoger palmas benditas este Domingo de Ramos, no basta visitar a Cristo expuesto solemnemente el Jueves Santo, no basta siquiera pensar en los sufrimientos de Cristo durante la ceremonia del Viernes Santo. Todo esto es necesario ... muy necesario. Pero todo esto debiera llevarnos a imitar a Cristo en esa cruz y en esa muerte que El nos pide para poder salvar nuestras vidas.
Y ¿qué es ese morir que Cristo nos pide? El lo determina muy bien cuando nos dice cómo hemos de seguirlo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo” (Mc. 8, 34). Comprender qué significa negarse uno mismo es muy simple. Hacerlo es ya más difícil ... pero no imposible.
Negarse a uno mismo es sencillamente decirse “no” a lo que uno desea, a lo que uno cree que es lo mejor, a lo que uno cree que es lo más conveniente, a lo que uno cree que es necesario ... cuando eso que uno desea, que uno cree lo mejor, más conveniente y necesario no coincide con lo que Cristo nos dice, nos muestra y nos pide.
Y ¿por qué es difícil negarse a uno mismo? Es difícil, porque estamos acostumbrados a consentirnos a nosotros mismos, a decirnos que sí a todos nuestros deseos, antojos, supuestas necesidades, apegos, etc. Nos amamos mucho a nosotros mismos; por eso nos consentimos tanto.


El mundo nos vende la idea de complacer nuestro “yo”, con cosas lícitas o ilícitas, necesarias o innecesarias, buenas o malas. No importa. Lo importante es hacer lo que uno quiera. Y esto que está tan arraigado en nuestra forma de ser, va en contra de lo que Cristo hizo y nos pide con su ejemplo y su Palabra.


Y nosotros, si hemos de seguirlo, ¡cuánto no tenemos que rebajarnos en nuestro orgullo, en nuestro engreimiento, en nuestra vanidad, en ese creer que somos gran cosa! Pero ... ¡si dependemos de Dios hasta para cada latido de nuestro corazón! ...¿cómo, entonces, podemos creernos tan independientes de Dios que nos damos el lujo de contrariar su Ley, su Palabra y sus exigencias?
¿No estamos, acaso, como esa turba que pidió la cruz para el más inocente de los inocentes? Nos dice el Evangelio de hoy, que los sumos sacerdotes “incitaron a la gente” para pedir tremenda aberración: matar ¡nada menos! que al Hijo de Dios hecho Hombre, que pasó por esta vida humana nuestra haciendo sólo el bien.
¿No nos dejamos influir nosotros por lo que el mundo nos vende, por lo que la televisión nos dice? ¿No nos dejamos “incitar” -como aquella turba- para ponernos en contra de Dios, de su Ley, de su Amor y del amor que nosotros le debemos? Cabe preguntarnos siempre, pero muy especialmente en esta Semana Santa: ¿Realmente amamos a Dios? ¿Lo amamos sobre todas las cosas o más bien nos amamos a nosotros mismos?