sábado, 10 de diciembre de 2011


“En medio de ustedes hay uno al que no conocen”
(Jn.1,6-8.19-28)


Estamos celebrando El Tercer Domingo de Adviento, pareciera que el evangelio es el mismo que oímos de boca de Marcos la semana pasada, ciertamente tiene frases parecidas y prácticamente el significado es el mismo, la preparación a la venida de Jesús y la escucha vigilante de esa voz que nos está invitando a la conversión. La liturgia en plenitud nos anuncian a un punto grande y que el mundo de hoy a perdido y es la alegría, San Pablo nos invita y nos dice: “estar siempre alegres en el Señor”. 

Bien es cierto, que vivimos tiempos de crispación y hasta de desaliento. Hay una lista interminable de razones para el desaliento y la tristeza: la violencia que no cesa en muchos rincones de la tierra, la injusticia que cubre la vida de millones de personas, la indiferencia ante la Buena Noticia del Evangelio de nuestra sociedad satisfecha en sus propias redes, la insolidaridad ante el pobre y desvalido… Tantas razones para el desaliento y la tristeza.
Pero hoy, se nos anuncia la alegría como lo hizo Isaías y Pablo en otro tiempo, porque, como dijo San Juan Crisóstomo: “La verdadera alegría se encuentra en el Señor. Las demás cosas, aparte de ser mudables, no nos proporcionan tanto gozo que puedan impedir la tristeza ocasionada por otros avatares, en cambio, el temor de Dios la produce indeficiente porque teme a Dios como se debe a la vez que teme confía en Él y adquiere la fuente del placer y el manantial de toda alegría”

El profeta Isaías ha reflexionado profundamente sobre el verdadero designio de Dios. Éste no se manifestará de la manera brillante que esperan los hombres, sino que se dará a conocer a través de un "ungido", preocupado sobre todo por los pobres de este mundo. Esta salvación se manifestará por la justicia y por la alabanza al Dios vivo.

El apóstol Pablo escribe a la Comunidad de Tesalónica.  Les invita a que vivan en plenitud la vida en Dios, manifestado plenamente en Jesucristo, la verdadera alegría.  Y la seguridad en la cercanía del Señor, que debe ceñir toda la vida cristiana, la concreta en tres aspectos: la alegría confiada y pacífica, en toda circunstancia; la superación de toda preocupación y angustia; la oración de súplica y acción de gracias al Dios de la paz.  
      
En el Evangelio de este domingo hay una frase que me llama la atención este domingo, cuando Juan responde a la pregunta de los fariseos; “En medio de ustedes hay uno que a quien no conocen” (Jn. 1,6-8)I, y me llama la atención porque ciertamente porque muchos todavía no hemos descubierto el gozo de su presencia en nosotros por ello no descubrimos la alegría.
Comienza el texto diciendo: “Surgió un hombre”  a Juan se le describe como un hombre sin más calificación, no se dice su condición social ni religiosa. Pero si se enfatiza su misión, que era dar testimonio de la luz, el no era la luz, sino un testigo.
Todos los que deseamos ser discípulos de Jesús, estamos llamados a ser testigos como Juan, hombres y mujeres que siguiendo la humildad de Juan no confundió  su misión tomando los meritos que no le pertenecían, solo invito a esperar, y mostro la luz de la gracia de su misión con perseverancia.

La aparición de Juan en el Jordán y su impacto en el pueblo, pone nerviosos a los que ocupan la cúspide del poder, es interesante que cuando los profetas hablan, y muestran su autoridad divina, pongan nervioso al poder y resultan incómodos.

Por eso los judíos de Jerusalén envían una comisión de sacerdotes y levitas a preguntarle  ¿Quién eres tú?... Juan contesta una negativa, no es ninguno de los que ellos piensan, no es lo que sus tradiciones creen. No habla en ningún momento de especulaciones, simple y sencillamente repite “Soy la voz que clama en el desierto”

San Agustín dice que la ‘palabra’ se conoce por la ‘voz’. La voz es lo órgano por el que se nos reconocer la palabra. La voz sin palabras es un sonido que hace daño al oído. El Señor es la palabra, y Juan es la voz que anuncia al Señor. Juan sabe muy bien quien es Jesús y lo proclama en el desierto. Es un instrumento del cual se sirve Dios para dar a conocer a Jesús. Juan ha concebido a Jesús en su corazón, y su boca habla de él.

Todos podemos y hemos de ser la voz del Señor. Hemos de hablar de Jesús, especialmente en estas fiestas de Navidad. Juan es la voz que clama en el desierto y da su fruto, aunque no fuera como se lo esperaba, porque esa voz no fue escuchaba como se debía.

Muchas veces a nosotros también nos da la impresión de que predicamos en el desierto. Los padres que han educado a sus hijos cristianamente ahora ven que no van nunca practican su fe o no quieren oír hablar de Dios, se sienten desengañados, culpables y angustiados. ¿Hemos predicado en el desierto? No, no es así. Todo trabajo, todo esfuerzo da fruto, aunque muchas veces el fruto no lo veamos de inmediato, sino con el tiempo.

Uno de los pecados de omisión es no hablar de Jesús. En este tiempo de Adviento, tenemos que preparar nuestro corazón por recibir con alegría al Señor el día de Navidad. San Agustín dice que Juan clama para que Jesús entre en nuestro corazón, pero Él no entrará si no le allanamos el camino.

Allanar el camino es estar siempre alegres. San Pablo dice: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres (Flp 4, 4). Cuando hablamos de preparar con alegría las fiestas de Navidad y celebrarlas solemnemente con el gozo del espíritu, queremos decir que nos referimos a la alegría que se instala en el ápice más fino de nuestro espíritu, allí dónde este gozo entra en comunión con el Espíritu de Dios y es movido por Él. No quiere decir cerrar los ojos a la realidad, sino ponerse en manos de Dios.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCION


 «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios.»
(Lc.1,26-38)


Hoy celebramos la solemnidad de la Inmaculada concepción teniendo como centro el dogma definido por el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 al proclamar solemnemente que la Santísima Virgen, “fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano”.
La Concepción Inmaculada de María es obra de toda la Trinidad Santa. Ante el extravío de los hombres, alejados de Dios por el pecado, en la plenitud de los tiempos, el Hijo unigénito de Dios se ofrece al Padre para venir al mundo y llevar a cabo la obra saludable de nuestra salvación. Dios Padre prepara una madre para su Hijo, que se encarna por obra del Espíritu Santo para nuestra salvación. Y elige una madre santa, pura y limpia, no manchada por el pecado original e inmune de pecados personales.
La Concepción Inmaculada de María deriva de su maternidad divina. Por ser Dios, Jesús pudo dibujar el retrato físico y espiritual de su madre y, en consecuencia, pudo hacerla santa, hermosa y “llena de gracia” (Lc 1,18). Este privilegio singular es el primer fruto de su muerte redentora. Mientras los demás hombres y mujeres somos limpiados del pecado original en el bautismo por el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, María es preservada del pecado aplicándosele anticipadamente los méritos de su sacrificio redentor. Por ello, posee la plenitud de gracia y no hay en ella el menor atisbo de pecados personales. Aquí se fundamentan los demás privilegios marianos, entre ellos su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
El sentido de la fe del pueblo cristiano, ya en los primeros siglos de la Iglesia, percibe a la Santísima Virgen como “la Purísima”, “la sin pecado”, convicción que se traslada a la liturgia y a las enseñanzas de los Padres y de los teólogos. En el siglo XVI son muchas las instituciones, que hacen suyo el “voto de la Inmaculada”. Universidades, gremios e instituciones públicas juran solemnemente defender “hasta el derramamiento de su sangre” los privilegios marianos, especialmente el de la Inmaculada Concepción. (Homilia de Mons. Juan José Asenjo Pelegrina Arzobispo de Sevilla)
María tiene un lugar muy especial dentro de la Iglesia por ser la Madre de Jesús. Sólo a Ella Dios le concedió el privilegio de haber sido preservada del pecado original, como un regalo especial para la mujer que sería la Madre de Jesús y madre Nuestra. Con esto, hay que entender que Dios nos regala también a cada uno de nosotros las gracias necesarias y suficientes para cumplir con la misión que nos ha encomendado y así seguir el camino al Cielo, fieles a su Iglesia Católica.
Podemos aprender que es muy importante para nosotros recibir el Bautismo, que sí nacimos con la mancha del pecado original. Al bautizarnos, recibimos la gracia santificante que borra de nuestra alma el pecado original. Además, nos hacemos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Al recibir este sacramento, podemos recibir los demás.
Para conservar limpia de pecado nuestra alma podemos acudir al Sacramento de la Confesión y de la Eucaristía, donde encontramos a Dios vivo.
Hay quienes dicen que María fue una mujer como cualquier otra y niegan su Inmaculada Concepción. Dicen que esto no pudo haber sido posible, que todos nacimos con pecado original. En el Catecismo de la Iglesia Católica podemos leer acerca de la Inmaculada Concepción de María en los números 490 al 493.
El alma de María fue preservada de toda mancha del pecado original, desde el momento de su concepción. María siempre estuvo llena de Dios para poder cumplir con la misión que Dios tenía para Ella. Con el Sacramento del Bautismo se nos borra el pecado original. Dios regala a cada uno de nosotros las gracias necesarias y suficientes, para que podamos cumplir con la misión que nos ha encomendado.

(Tomado de la Homilia de Mons. Juan José Asenjo Pelegrina Arzobispo de Sevilla y de los articulos de Catholic.net)


lunes, 5 de diciembre de 2011

El Padre Anton Luli S.J., albanés Pasó 42 años entre la cárcel, torturas y trabajos forzados, oficiando la Misa clandestinamente


Ésta es la historia de una valeroso jesuita albanés llamado Anton Luli. Una vida llena de penalidades y sufrimientos bajo la dictadura comunista en Albania y, a la vez, testimonio de cristiano.


«Bendigo al Señor, que a mí, su pobre y débil ministro, me ha dado la gracia de permanecerle fiel durante una vida prácticamente marcada por las cadenas. Sólo su gracia podía hacer esto.

Primer arresto
»Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1947. Apenas había terminado mi formación.

»A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.

»El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño.

La cárcel era un baño lleno de excrementos
»Allí permanecí nueve meses. Me tenía que acurrucar sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.

Corriente eléctrica en los oídos como tortura
»Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían dos alambres en los oídos. Era una cosa horrible. Durante un tiempo me amarraban las manos y los pies con alambres, y me echaban al suelo en un lugar oscuro, lleno de grandes ratas que me pasaban por encima sin que yo pudiera evitarlo. Llevo todavía en mis muñecas las cicatrices de los alambres que se me incrustaban en la carne.Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios, acompañados de violencia física. Recordaba entonces los golpes sufridos por Jesús al ser interrogado por el Sumo Sacerdote.

Más torturas
»Una vez me colocaron delante un papel y un bolígrafo y me dijeron: Escribe una confesión de tus crímenes y, si eres sincero, podríamos hasta mandarte a casa. Para evitar golpes y bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de muertos o de fusilados, con los que nunca tuve nada que ver. Al final añadí: Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo he escrito porque me obligaron. El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción, seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y, blasfemando, ordenó a los policías que me llevaran fuera, gritando: Sabemos cómo hacer hablar a esta carroña.

Jesús, siempre a mi lado...
»Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.

Trabajos forzados en los pantanos

»Al salir de la prisión, me enviaron a trabajos forzados como obrero en una finca estatal: me pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos. Era un trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se nos reducía a gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía extenuado, le dejaban morir. Pero en aquella etapa logré decir misa de manera clandestina y sólo desde el ofertorio hasta la comunión. Conseguí un poco de vino y algunas formas, pero no podía confiar en nadie ya que si me descubrían, me hubieran fusilado. En este trabajo en los pantanos estuve 11 años.

Otra vez a la cárcel y pena de muerte
»El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda vez, me registraron y me llevaron a la ciudad de Scurati. No tenía consigo más que el rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de la requisa me tiraron al suelo de una celda. Me daba cuenta que me dirigía a un nuevo calvario; pero de improviso la desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús. Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mí, y yo le pudiera hablar. Fue determinante para mí. Comenzaron de nuevo las torturas y otro proceso: el 6 de noviembre de 1979 me condenaron a a morir fusilado. La causa que adujeron fue sabotaje y propaganda antigubernativa. Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada por 25 años de prisión.

La libertad... a los 80 años
»Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando en 1989 pude celebrar la primera Misa en libertad. Pero hoy, recorriendo con mi pensamiento mi propia existencia, me doy cuenta de que la misma ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que era la mía, conservando una serenidad que no podía tener otra fuente que el corazón de Dios.

Experiencia como sacerdote
»Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con respecto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.

»Pero hoy, contemplando la gloria de María en el Cielo, y pensando que también a nosotros se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa, que dirigirme a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, con las palabras de san Pablo: “Porque estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8, 18). Contemplamos la gloria de María en el cielo, permanecemos fieles, en pie, con fuerza y dignidad cerca de la Cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se presente en nuestras vidas. nosotros somos personas que nos entregamos al amor de Cristo. ¿Quién nos podrá separar de este amor? Éste es el verdadero mensaje de mi experiencia de vida. En todos los momentos de sufrimiento y de dificultad “nosotros salimos vencedores gracias a Aquél que nos amó” (Rom 8, 37).

No al odio
»Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé».

El padre Anton Luli S.J. murió en Roma el 10 de marzo de 1998 a la edad de 88 años.

Tomado de: religionenlibertad.com