Ésta es la historia de una valeroso jesuita albanés
llamado Anton Luli. Una vida llena de penalidades y sufrimientos bajo la
dictadura comunista en Albania y, a la vez, testimonio de cristiano.
«Bendigo al Señor,
que a mí, su pobre y débil ministro, me ha dado la gracia de permanecerle fiel
durante una vida prácticamente marcada por las cadenas. Sólo su gracia podía hacer esto.
Primer arresto
»Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi
país, Albania, llegó la
dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis
hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño,
fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido
y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1947. Apenas había terminado mi formación.
»A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida
transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi
sacrificio sacerdotal.
»El 19 de diciembre
de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el
gobierno. Viví
diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de
diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de
baño.
La
cárcel era un baño lleno de excrementos
»Allí permanecí nueve meses. Me tenía que acurrucar sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme
completamente por la estrechez del lugar. La noche de
Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me
llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a
desvestirme y me colgaron con una cuerda
que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con
la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente.
El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba
para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me
bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el
sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.
Corriente eléctrica en los oídos como tortura
»Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían
dos alambres en los oídos. Era una cosa horrible. Durante un tiempo me
amarraban las manos y los pies con alambres, y me echaban al suelo en un lugar
oscuro, lleno de grandes ratas que
me pasaban por encima sin que yo pudiera evitarlo. Llevo todavía en mis muñecas las cicatrices de los alambres que se me
incrustaban en la carne.Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios, acompañados de
violencia física. Recordaba entonces los golpes sufridos por Jesús
al ser interrogado por el Sumo Sacerdote.
Más torturas
»Una vez me colocaron delante un papel y un bolígrafo y me dijeron: Escribe
una confesión de tus crímenes y, si eres sincero,
podríamos hasta mandarte a casa. Para evitar golpes y bastonazos empecé a
llenar alguna página con los nombres de muertos o de fusilados, con los que
nunca tuve nada que ver. Al final añadí: Todo lo que he escrito no es
verdadero, pero lo he escrito porque me obligaron. El oficial empezó la lectura
con una sonrisa de satisfacción, seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y, blasfemando, ordenó a los
policías que me llevaran fuera, gritando: Sabemos cómo hacer hablar a esta
carroña.
Jesús,
siempre a mi lado...
»Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia
del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con
una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande
la alegría y el consuelo que me comunicaba.
Trabajos
forzados en los pantanos
»Al salir de la prisión, me enviaron a trabajos forzados como obrero en una
finca estatal: me pusieron a trabajar en la recuperación de los
pantanos. Era un trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se
nos reducía a gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía extenuado, le
dejaban morir. Pero en aquella etapa logré decir misa de manera clandestina y sólo desde el ofertorio hasta la
comunión. Conseguí un poco de vino y algunas formas, pero
no podía confiar en nadie ya que si me descubrían, me hubieran fusilado. En este trabajo en los pantanos estuve 11 años.
Otra vez a la cárcel y pena de muerte
»El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda
vez, me registraron y me llevaron a la ciudad de Scurati. No tenía consigo más
que el rosario, un cortaplumas
y el reloj. Después de la requisa me tiraron al suelo de una
celda. Me daba cuenta que me dirigía a un nuevo calvario; pero de improviso la
desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús. Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mí, y yo le pudiera
hablar. Fue determinante para mí. Comenzaron de nuevo las torturas y otro proceso:
el 6 de noviembre de 1979 me condenaron a a morir fusilado. La causa que
adujeron fue sabotaje y propaganda antigubernativa. Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada por 25 años de prisión.
La
libertad... a los 80 años
»Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando en 1989 pude
celebrar la primera Misa en libertad. Pero hoy,
recorriendo con mi pensamiento mi propia existencia, me doy cuenta de que la
misma ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido
soportar tanto sufrimiento, con una fuerza que era la mía, conservando una
serenidad que no podía tener otra fuente que el corazón de Dios.
Experiencia
como sacerdote
»Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos
años; una experiencia, ciertamente, muy particular con respecto a la de muchos
sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su
vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias
diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el
sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en
cualquier situación de vida, incluso dando la vida.
»Pero hoy,
contemplando la gloria de María en el Cielo, y pensando que también a nosotros
se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa, que
dirigirme a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, con las palabras de san
Pablo: “Porque
estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria
que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8, 18). Contemplamos la gloria de María en
el cielo, permanecemos fieles, en pie, con fuerza y dignidad cerca de la Cruz
de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se presente en nuestras
vidas. nosotros somos personas que nos entregamos al amor de Cristo. ¿Quién nos
podrá separar de este amor? Éste es el verdadero mensaje de mi experiencia de
vida. En todos los
momentos de sufrimiento y de dificultad “nosotros salimos vencedores gracias a
Aquél que nos amó” (Rom 8, 37).
No al odio
»Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la
vida. Después de la liberación, me encontré por
casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a
su encuentro y lo abracé».
El padre Anton Luli
S.J. murió en Roma el 10 de marzo de 1998 a la edad de 88 años.
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