viernes, 15 de octubre de 2010

DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO

“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?".
Lc. 18,1-8.

Hoy el Evangelio nos propone la parábola del juez inicuo, llamada también de la viuda importuna. Jesús estaba indicando a los suyos la importancia de orar sin desfallecer y les propone la parábola citada.

Lógicamente las preguntas saltan inmediatamente en nuestro corazón y en nuestra mente. ¿Acaso no hemos visto personas que ante la muerte de un ser querido gritaban con desesperación que le habían pedido a Dios con mucha fe que sanara a su familiar...? ¿Acaso no hemos oído maldecir a Dios por no conceder lo que con tanta necesidad se le pedía...?
¿Acaso no es en las peticiones no concedidas donde más personas encuentran un motivo para alejarse de Dios...? Pero Jesús insiste que tenemos que orar sin desfallecer...

Para unas personas, Dios ha creado el mundo, pero luego se ha desentendido de Él. Para otros, absolutamente todo, hasta en las cosas más insignificantes de la existencia, Dios está actuando... Como siempre tenemos que buscar el nivel necesario para descubrir la actuación de Dios en el mundo respetando la autonomía de la naturaleza y la libertad de las personas.

La oración no es para el cristiano algo accesorio o de simple conveniencia. Es algo imprescindible para entender la vida y lo que en ella nos pasa. Todos tenemos un diálogo interior con nosotros mismos. Estamos durante el día pensando y analizando nuestras vivencias interiores. En el cristiano ese diálogo personal interno queda iluminado por la presencia viva de Jesús. Ya el cristiano no dialoga individualmente consigo mismo sino que en su mente y en su corazón siente la cercanía de Dios acompañante y hacedor del camino.

Muchos cristianos se mueven en un intimismo estéril. Piensan que una cosa es Dios al que deben albergar en su corazón, pero que no resiste el aire de la vida cuando sale al encuentro con los demás. Estos hermanos y hermanas viven lejos de la realidad. Su predicación del Evangelio es estéril porque lo que plantea y lo que vive lo hace desde la trinchera oculta para que nadie le "robe" a Dios en su corazón. Se olvidan estos amigos y amigas que Dios no tiene miedo a salir a la ventolera del mundo, es más, necesita respirar nuestro aire porque Dios se hizo hombre... Son raíces sin obras.

Otros hermanos se mueven en el universo contrario. El compromiso por el Evangelio no les deja tiempo para entrar dentro de sí y preparar al Señor una morada digna. Una morada que pasa por la sensatez, la fe, la esperanza y el amor... Están todo el día entregados a los pobres y a los necesitados, pero huyen del diálogo interior consigo mismo y con Cristo. Su Evangelio está a medias. Son obras sin raíces...

El Señor nos llama a orar siempre porque bien sabe que necesitamos raíces con obras. Hacer presente a Jesús en el mundo significa equilibrar estos dos aspectos que tanto hacen sufrir cuando van por separados. Centrar nuestra vida en Cristo es la tarea de toda nuestra existencia, pero centrarla no para guardar su presencia sino para que dé fruto abundante.
¿Por qué debemos orar incluso si no percibimos los resultados de nuestras peticiones? En el mundo que vivimos, donde tanto se premia la prontitud y la eficacia, se nos invita a entrar en otra dinámica totalmente nueva. Tenemos que entrar en el ritmo de Dios.

Puede ser que estés necesitando hoy más que nunca de su presencia. Es probable que pienses que el Señor te falla... Cuando vivimos pegados al Señor salimos al mundo sin miedo porque el Espíritu Santo actúa en nosotros. Dice la Escritura que donde hay amor no hay miedo. Tenemos que orar con amor hacia Dios y hacia los demás. Muchas de las oraciones que hacemos están llenas de abatimiento, de tristeza, de amarguras, de mil infelicidades. Podemos rezar desde esas situaciones pero no con esas actitudes. Si en plena batalla somos capaces de orar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo desde el amor, siempre encontraremos respuestas, quizá no la que deseamos, pero ten la seguridad que cuando oramos con amor Dios nunca se queda mudo.

El ser humano actual está perdiendo la escucha y el diálogo interior, es por ello que cada vez el vacío se hace más presente en muchas personas. Vivimos en una sociedad de sordomudos del interior.
La Palabra, la oración y los sacramentos son los medios que Dios nos ha dado para mantener un constante diálogo con Él y con el mundo, de una manera muy especial con los más pobres y necesitados. Cuando vivimos estas tres dimensiones: Palabra-oración-sacramentos, Dios nunca quedará arrinconado en la caja fuerte de nuestro corazón para que nadie nos lo quite. Jesús quiere repartirse a todos y para todos, de ahí que nos dejó su Palabra, su vida, su cuerpo que se da por toda la eternidad. El que de verdad intenta seguir a Cristo tiene que tener un corazón lo suficientemente grande para que en él quepa toda la humanidad, y una vida lo suficientemente sintonizada con Dios para que a través de lo que hace se abra una ventana del cielo para que las personas descubran a Cristo. Hoy diríamos que el amor de Dios es interactivo, nunca algo individualizado. El sagrario de Cristo es el mundo y por eso en cada uno de nuestros templos se ha quedado como Palabra que hable y cuerpo que da vida...
Tenemos que confiar en los plazos de Dios.

Cuando rezamos el Padrenuestro decimos "Hágase tu voluntad en la tierra y en el cielo" no podemos olvidarnos de estas dos dimensiones donde Dios actúa siempre para nuestro bien aunque en un determinado momento creamos que no es así.

lunes, 11 de octubre de 2010

BEATO JUAN XXIII (1881-1963)

Hoy 11 de octubre,
Celebramos la Fiesta del Beato Juan XXIII

Textos de L'Osservatore Romano

Nació en el seno de una familia numerosa campesina, de profunda raigambre cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde profesó la Regla de la Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote, trabajó en su diócesis hasta que, en 1921, se puso al servicio de la Santa Sede. En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas le valieron el nombre de "papa bueno". Juan Pablo II lo beatificó el año 2000 y estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre.

Nació el día 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de Bérgamo (Italia). Ese mismo día fue bautizado, con el nombre de Ángelo Giuseppe. Fue el cuarto de trece hermanos. Su familia vivía del trabajo del campo. La vida de la familia Roncalli era de tipo patriarcal. A su tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá él mismo su primera y fundamental formación religiosa. El clima religioso de la familia y la fervorosa vida parroquial, fueron la primera y fundamental escuela de vida cristiana, que marcó la fisonomía espiritual de Ángelo Roncalli.

Recibió la confirmación y la primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el seminario de Bérgamo, donde estudió hasta el segundo año de teología. Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales, que escribiría hasta el fin de sus días y que han sido recogidos en el «Diario del alma». El 1 de marzo de 1896 el director espiritual del seminario de Bérgamo lo admitió en la Orden franciscana seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de 1897.

De 1901 a 1905 fue alumno del Pontificio seminario romano, gracias a una beca de la diócesis de Bérgamo. En este tiempo hizo, además, un año de servicio militar. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En 1905 fue nombrado secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons. Giácomo María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta 1914, acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando en múltiples iniciativas apostólicas: sínodo, redacción del boletín diocesano, peregrinaciones, obras sociales. A la vez era profesor de historia, patrología y apologética en el seminario, asistente de la Acción católica femenina, colaborador en el diario católico de Bérgamo y predicador muy solicitado por su elocuencia elegante, profunda y eficaz.

En aquellos años, además, ahondó en el estudio de tres grandes pastores: san Carlos Borromeo (de quien publicó las Actas de la visita apostólica realizada a la diócesis de Bérgamo en 1575), san Francisco de Sales y el entonces beato Gregorio Barbarigo. Tras la muerte de Mons. Radini Tedeschi, en 1914, don Ángelo prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a la docencia en el seminario y al apostolado, sobre todo entre los miembros de las asociaciones católicas.

En 1915, cuando Italia entró en guerra, fue llamado como sargento sanitario y nombrado capellán militar de los soldados heridos que regresaban del frente. Al final de la guerra abrió la «Casa del estudiante» y trabajó en la pastoral de estudiantes. En 1919 fue nombrado director espiritual del seminario.

En 1921 empezó la segunda parte de la vida de don Ángelo Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede. Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente para Italia del Consejo central de las Obras pontificias para la Propagación de la fe, recorrió muchas diócesis de Italia organizando círculos de misiones. En 1925 Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria y lo elevó al episcopado asignándole la sede titular de Areópoli. Su lema episcopal, programa que lo acompañó durante toda la vida, era: «Obediencia y paz».

Tras su consagración episcopal, que tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma, inició su ministerio en Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó las comunidades católicas y cultivó relaciones respetuosas con las demás comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad, aliviando los sufrimientos causados por el terremoto de 1928. Sobrellevó en silencio las incomprensiones y dificultades de un ministerio marcado por la táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó su confianza en Jesús crucificado y su entrega a él.

En 1935 fue nombrado delegado apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de trabajo. La Iglesia católica tenía una presencia activa en muchos ámbitos de la joven república, que se estaba renovando y organizando. Mons. Roncalli trabajó con intensidad al servicio de los católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso con los ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la segunda guerra mundial se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los combates. Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a muchos judíos con el «visado de tránsito» de la delegación apostólica. En diciembre de 1944 Pío XII lo nombró nuncio apostólico en París.

Durante los últimos meses del conflicto mundial, y una vez restablecida la paz, ayudó a los prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la vida eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios franceses y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas más significativas. Fue un observador atento, prudente y lleno de confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la sencillez evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las situaciones. Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días largo tiempo a la oración y la meditación.

En 1953 fue creado cardenal y enviado a Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio y resuelto, a ejemplo de los santos a quienes siempre había venerado, como san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia.

Tras la muerte de Pío XII, fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII. Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó al mundo como una auténtica imagen del buen Pastor. Manso y atento, emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó cristianamente las obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio, sobre todo sus encíclicas «Pacem in terris» y «Mater et magistra», fue muy apreciado.

Convocó el Sínodo romano, instituyó una Comisión para la revisión del Código de derecho canónico y convocó el Concilio ecuménico Vaticano II. Visitó muchas parroquias de su diócesis de Roma, sobre todo las de los barrios nuevos. La gente vio en él un reflejo de la bondad de Dios y lo llamó «el Papa de la bondad». Lo sostenía un profundo espíritu de oración. Su persona, iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la paz propia de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde del 3 de junio de 1963.

Juan Pablo II lo beatificó el 3 de septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre, recordando así que Juan XXIII inauguró solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962.


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De la homilía de Juan Pablo II
en la misa de beatificación (3-IX-2000)

Contemplamos hoy en la gloria del Señor a Juan XXIII, el Papa que conmovió al mundo por la afabilidad de su trato, que reflejaba la singular bondad de su corazón...

Ha quedado en el recuerdo de todos la imagen del rostro sonriente del Papa Juan y de sus brazos abiertos para abrazar al mundo entero. ¡Cuántas personas han sido conquistadas por la sencillez de su corazón, unida a una amplia experiencia de hombres y cosas! Ciertamente la ráfaga de novedad que aportó no se refería a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla; era nuevo su modo de hablar y actuar, y era nueva la simpatía con que se acercaba a las personas comunes y a los poderosos de la tierra. Con ese espíritu convocó el Concilio ecuménico Vaticano II, con el que inició una nueva página en la historia de la Iglesia: los cristianos se sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada valentía y con mayor atención a los "signos" de los tiempos. Realmente, el Concilio fue una intuición profética de este anciano Pontífice, que inauguró, entre muchas dificultades, un tiempo de esperanza para los cristianos y para la humanidad.

En los últimos momentos de su existencia terrena, confió a la Iglesia su testamento: «Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad». También nosotros queremos recoger hoy este testamento, a la vez que damos gracias a Dios por habérnoslo dado como Pastor.

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Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos
que fueron a Roma para la beatificación (4-IX-2000)

El Papa Juan XXIII, además de las virtudes cristianas, tenía un profundo conocimiento de la humanidad con sus luces y sombras. Para ello, su pasión por la historia, cultivada a lo largo de mucho tiempo, le resultó de gran ayuda.

Ángelo Giuseppe Roncalli asimiló en su ambiente familiar los rasgos fundamentales de su personalidad. «Las pocas cosas que he aprendido de vosotros en casa -escribió a sus padres- son aún las más valiosas e importantes, y sostienen y dan vida y calor a las muchas cosas que he aprendido después». Cuanto más avanzaba en la vida y en la santidad, tanto más conquistaba a todos con su sabia sencillez.

En su célebre encíclica Pacem in terris propuso a creyentes y no creyentes el Evangelio como camino para llegar al bien fundamental de la paz. En efecto, estaba convencido de que el Espíritu de Dios hace oír de algún modo su voz a todo hombre de buena voluntad. No se turbó ante las pruebas, sino que supo mirar siempre con optimismo las diversas vicisitudes de la existencia. «Basta la preocupación por el presente; no es necesario tener fantasía y ansiedad por la construcción del futuro». Así escribió en 1961 en el Diario del alma.

Al dirigiros mi saludo a cuantos habéis venido especialmente de Bérgamo y de Venecia, con el cardenal Cé y el obispo Amadei, deseo que el ejemplo del Papa Juan os impulse a confiar siempre en el Señor, que guía a sus hijos por los caminos de la historia.

[Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 1 y del 8 de septiembre del 2000]

domingo, 10 de octubre de 2010

XXXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

"¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!".
Lc 17, 11-19.

La Palabra de hoy toca el tema del agradecimiento. Un tema más que delicado en un mundo lleno de tormentos y de dolor de todo tipo. No hace mucho me comentaba un chico adolescente que él nada tenía que agradecer a nadie, ni mucho menos a sus padres por haberle traído a este mundo donde tanto se sufre, según el por no tener todas las comodidades con las que sueña...

Jesús iba camino de Jerusalén y le salieron diez leprosos. La lepra era para los judíos de la época una señal del desagrado de Dios. Era símbolo del pecado. Los diez le piden a gritos su curación en nombre de la compasión.

Un elemento fundamental en las curaciones cristianas (no me refiero sólo a la salud física) es la compasión. Sentir con el otro sus propios sufrimientos es una gracia que las personas que la tienen se convierten en seres humanos de gran calidad en el amor hacia los que le rodean.

Por desgracia, la compasión no es algo que se pueda aprender en los libros. Se es compasivo en la medida en que nos acercamos adecuadamente a Dios, con limpieza de corazón y mirada solidaria.
Jesús les manda ir a los sacerdotes para cumplir lo que prescribía la ley. No les dice explícitamente que serán curados. Muchas veces en la vida de las personas sucede algo parecido. Emprendemos un camino a nuestras tradiciones y seguridades y en el camino somos transformados. Esto sucede cuando somos capaces de no estancarnos en situaciones que pueden alejarnos de la misericordia.

El Señor nos llama siempre a ponernos en camino hacia muchas situaciones de la vida. El Evangelio está lleno de situaciones y de parábolas donde el camino y los caminantes son transformados como los de hoy. El Señor no hizo el milagro en el mismo momento sino que ellos se fiaron de su Palabra y fue esa confianza en Dios quién obró el milagro. Se pusieron en camino y su vida quedó sanada.

Los cristianos tenemos que hacer constantemente el ejercicio de caminar en la salvación que Jesús nos trae. Tengo que ponerme en camino hacia mí mismo, hacia mis temores, mis complejos, mis seguridades, mis frustraciones... Pero no lo tengo que hacer por sólo un impulso personal o particular. Mi vida tiene que estar constantemente delante de Dios y será Él quien me diga hacia dónde me tengo que dirigir; será el Maestro quién te indique qué hacer y el camino a seguir. No en vano Él ha dicho que "es el camino".
Hay personas que se desesperan porque hay momentos en su vida que no saben qué hacer ni cómo hacer para quedar mejorados por el Señor. Ante estas situaciones lo preferible es esperar, esperar en el Señor. Tenemos que ir aprendiendo el ritmo de Dios que es distinto al nuestro. Nosotros nos movemos en las prisas de la cárcel del tiempo. Dios está en la libertad de la eternidad. Cuando Él nos propone algo se fija no sólo en nuestras horas humanas, en lo que necesitamos en ese momento, sino también en lo que necesitamos para la eternidad. Entender esto de manera vital es tener una gran confianza y esperanza constante en Dios.

Uno de ellos al verse sanado, regresó alabando a Dios a grandes voces. No llegó a su destino. En el camino la Palabra le curó y dio la vuelta y volvió al origen, no a la meta, para dar las gracias. La curación le vino en el camino.
Muchas curaciones de todo tipo se dan en la vida (el camino). Día a día Dios hace en nosotros la obra buena y tenemos que ser conscientes de las gracias que Dios va derramando en nuestras vidas para lograr nuestra total y definitiva sanación. ¿Cuáles son los elementos que Dios pone en nuestro camino para colaborar en nuestra completa felicidad?
• La Palabra.
• Los sacramentos.
• El encontrar en el camino de nuestra vida personas determinadas que nos ayudan a crecer y transformar nuestro interior.
• Situaciones que nos acercan más a Él, aunque en un primer momento no lo entendamos.
• La capacidad de reflexión y de compasión.
• El sentido común, la solidaridad, el compromiso por los más pobres y necesitados...
Sólo uno de ellos volvió para darle las gracias a Jesús. Experimentó la mano sanadora de Dios en su vida y lo primero que hizo fue dar las gracias a su sanador.

Hay personas que piensan que las desgracias que les suceden proceden de Dios. Dicen cosas como "Con lo bueno que yo he sido, ¿cómo Dios me ha enviado esta desgracia...?" Ven en Dios el hacedor de las desgracias cuando es precisamente lo contrario: el creador y repartidor de las gracias.
De los otros nueve leprosos nunca más se supo. Siguieron su camino sanos pero no supieron volverse a su Médico para decir gracias. Ya saben ustedes que ser desagradecidos es una de las limitaciones del ser humano que sólo se puede superar con un corazón limpio y generoso.