jueves, 11 de octubre de 2007

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

¿ES USTED AGRADECIDO CON EL SEÑOR?
En cierta ocasión un sacerdote fue a un hospital psiquiátrico para visitar a los enfermos. Uno de ellos, en un momento de lucidez mental, le preguntó al sacerdote: "¿Agradeció usted a Dios alguna vez por su intelecto?" El sacerdote quedó asustado ante esta pregunta pues, nunca se le había venido a la mente agradecer a Dios por un don tan evidente. Solo aquí, en el hospital, él entendió que el intelecto es ¡un grandioso don de Dios! Y prometió allí mismo al enfermo y así mismo, agradecer a Dios cada día por su mente sana. Esta historia nos manifiesta que los seres humanos nos acostumbramos a ver todo en nuestra vida como algo que nos es debido, que nos corresponde, y por eso, muy raramente alguna persona agradece a su Creador por tantos bienes como El nos ha dado, nos da, y nos sigue dando. A quien no sabe agradecer se le llama desagradecido, ingrato, aprovechado. Y cristianos así los encontramos abundantes en todas partes. ¿Y cuál será la raíz de ese comportamiento? Quien no sabe ser agradecido con Dios, difícilmente podrá serlo con sus semejantes. La Iglesia nos dice que: “Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de San Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre esta presente en ella. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Tes 5,18). “Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias“(Col 4,2) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2638). Abundan los cristianos que “solo dan gracias a Dios cuando progresan en sus negocios. Salen de la cárcel y alaban a Dios; les sale bien un negocio y alaban a Dios; pero, si sufren algún daño, blasfeman de Dios. ¿Qué hijo eres, que cuando el padre corrige, te molestas y entristeces? (San Agustín, comentarios a los salmos, 48, 2,9). En los momentos de pruebas muchos cristianos se desaniman y murmuran de Dios. Pero hay que entender que el Señor, a veces, permite que tengamos dificultades y penas, no por Su olvido o por castigarnos. ¡No! El lo permite como un remedio amargo, pero necesario, que nos cura del orgullo, la vanidad, el amor propio excesivo y otras fallas, que es lo que en definitiva nos lleva ha vivir como unos completos desagradecidos ante Dios y ante nuestros demás hermanos. Hace falta que aprendamos a ser agradecidos, que aprendamos a decir muchas gracias a los demás por todo el bien que nos hacen: “No creamos cumplir con los hombres porque les damos, por su trabajo y servicios, la compensación pecuniaria que necesitan para vivir. Nos han dado algo más que un don material. Los maestros nos han instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también el médico que ha atendido la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la muerte, y tantos otros, nos han abierto los tesoros de su inteligencia, de su ciencia, de su habilidad, de su bondad. Eso no se paga con billetes de banco, porque nos han dado su alma. Pero también el carbón que nos calienta representa el trabajo penoso del minero; el pan que comemos, la fatiga del campesino: nos han entregado un poco de su vida. Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso no se retribuye con dinero. Todos han puesto su corazón entero en el cumplimiento de su deber social: tienen derecho a que nuestro corazón lo reconozca”. De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a quienes nos ayudan a encontrar el camino que conduce a Dios (G. CREVROT, “Pero Yo os digo... “. Rialp, Madrid 1981, pp. 117-118).