jueves, 13 de septiembre de 2007

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO


Jesucristo, es el mismo, ayer, hoy y siempre (Hb 13,8).

El evangelio de este domingo nos dice que: “los publicanos y los pecadores se acercaban al Señor para escucharlo” y les decía: “yo les aseguro que en el cielo habrá mas alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse”. “Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”. Y para demostrarnos que Dios siempre espera al hijo que se aleja de casa, les dijo, cuando regresó el hijo prodigo: “comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Esto que nos dice el evangelio se ha hecho vida en tantisimos hombres y mujeres a largo de toda la historia del cristianismo, y en la segunda lectura de este domingo, nos encontramos con el apóstol San Pablo, que es testigo del Amor que Dios tiene por todos los pecadores, y nos dice, escribiéndole a su discípulo Timoteo: “Puedes fiarte de lo que voy a decirte y aceptarlo sin reservas: que Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Tim 1,15). Y antes de esto nos dice el apóstol: “yo fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente” (1 Tim 1,13). Hermanos, tenemos que entender que “Cristo no solo habla de la misericordia divina, y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, el mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente visible como Padre rico en misericordia” (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 2). Dios está mas cerca de lo que nosotros podemos entender o imaginar: “Tú estabas dentro de mi y yo fuera. Y fuera te andaba buscando”, dijo San Agustín, cuando se convirtió por completo al Señor. Dios nos ama, Dios habita en nosotros pero, eso no significa de que nosotros no podamos desoír su voz, y por eso, muchos hoy en día se siguen consolando con pensamientos como estos: “Ahora no puedo dejar esta falta; me es imposible abandonar estas satisfacciones; no puedo prescindir de estas ganancias ilícitas; no puedo romper mi amistad con estas personas que me impiden ser fiel a Dios. En estos momentos no estoy en condiciones de servir a Dios; no tengo tiempo para atender los asuntos de mi alma; no siento deseos de cambiar; no me dice nada la religión. Será mas fácil después; en un futuro será tan natural arrepentirse como lo es ahora pecar; pues entonces experimentaré menos tentaciones y dificultades” (Cardenal John Henry Newman, Discurso segundo sobre la fe). El tiempo pasa, y todos corremos el riesgo de desaprovechar el Amor y el perdón de Dios. Siempre encontraremos una excusa para seguir teniendo en nuestra vida nuestros propios becerros. Moisés, nos cuenta el libro del Éxodo que: “quemó, y molió hasta reducirlo a polvo el becerro que el pueblo se había fabricado” (Ex 32,20).