jueves, 22 de noviembre de 2007

DOMINGO XXXVI DEL TIEMPO ORDINARIO



JESUCRISTO, REY DEL UNVERSO


Esta es una de las fiestas más importantes del año litúrgico, porque celebramos que Cristo es el Rey del Universo entero, y confesamos que su Reino es el Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y la paz. Esta fiesta fue establecida por el Papa Pío XI, en el año 1925. Nosotros sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado pues, se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace dos mil años pero, Cristo no reinará definitivamente sobre este mundo sino hasta que vuelva con toda su gloria al final de los tiempos. En esta fiesta de Cristo Rey, celebramos que Cristo puede empezar a reinar en nuestros corazones en el momento mismo en que cada uno de nosotros se lo permita, y así el Reino de Dios se hace presente en nuestra vida, en nuestros hogares, en nuestra comunidad
cristiana, el trabajo, la escuela y en cualquier lugar en donde nosotros vivamos. Jesús nos habló de su Reino, enseñándonos que este: “es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto y crece y se convierte en un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas”; “es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que la fermenta toda”; “es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta, y lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”; “es semejante a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra” (Mt 13). Nuestro Señor, nos hace ver claramente que vale la pena buscar y encontrar su Reino pues, este vale más que todos los tesoros de la tierra; nos advierte que su crecimiento es silencioso pero, efectivo. Hermanos y hermanas, la Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo pues, “su misión es dar a conocer a Cristo a todo el mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países en la opulencia, a todos, en definitiva a conocer las insondables riquezas de Cristo (Ef 3,8), porque estas son para todo hombre y constituyen el bien de cada uno” (Juan Pablo II, Redemptor hominis,11). En otras palabras, la misión de la Iglesia es hacer que Jesucristo reine en el corazón de cada persona, en el seno de los hogares, en la sociedad y en cada pueblo del mundo. Y solo así lograremos que en el mundo reine el amor, la paz, la justicia y la verdad. Pero, lo anterior, no sería mas que un puro sueño, si cada cristiano y cada cristiana, no estuviera dispuesto y dispuesta ha permitir que Jesucristo reine en su propia vida; y para ello, se hace necesario que leamos y reflexionemos constantemente la Palabra de Dios, que hagamos oración, hablando con Dios como lo hacemos con el mejor de nuestros amigos. Es imposible que el Reino de Dios se establezca en nuestra vida si no nos acercamos a los sacramentos, especialmente a la Confesión y la Eucaristía. ¿Podríamos establecer el Reino de Cristo de otra manera? ¿podríamos hacer que Jesucristo reine en nuestras familias, en la comunidad, en la Iglesia misma, si primero, no le permitimos que reine en nuestra propia vida?


QUIEN ESTA REINANDO EN NOSOTROS?


Quién está reinando entre nosotros? La Palabra de Dios nos dice que: “todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Por sus frutos los reconoceréis” (Lc 7, 17-20). Y, el día de nuestro bautismo, cada uno y cada una de nosotros, fuimos transformados en hijos e hijas de Dios; cuando recibimos a Nuestro Señor Jesucristo en la Sagrada Comunión “nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre. En el sacramento de la Confirmación se “nos ha concedido una fuerza especial que procede el Espíritu Santo para que seamos capaces de difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo ya para no sentir jamás vergüenza de la cruz” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1331; 1302). Pero, siendo lo que somos, cristianos, hijos e hijas de Dios ¿Por qué “cada día al abrir el periódico, al escuchar la radio o al mirar las noticias en el televisor nos golpea con toda su crudeza la realidad de nuestro país, marcada por tantos hechos violentos? Todos lo sabemos: la violencia está cada vez más presente, en primer lugar, en el seno mismo del hogar; ya sea la violencia que sufre la mujer de parte del esposo o de su compañero de vida, o la que padecen niños y niñas a pesar de su tierna edad: hay violencia física, violencia psicológica y, en forma creciente, incluso violencia sexual. Tenemos también la violencia producida por la delincuencia común que acecha en todas partes. Es una violencia asesina que arrebata sin piedad la vida de personas de toda edad o condición: niñas y niños, mujeres, jóvenes y personas mayores, humildes trabajadores y profesionales. Nadie está a salvo de este flagelo social. Por otra parte, la pobreza, el alto costo de la vida, el desempleo, la falta de oportunidades, la inseguridad y tantas necesidades básicas no satisfechas impiden a cientos de miles de compatriotas lograr el desarrollo integral al que tienen derecho por su condición de personas humanas y de hijos e hijas de Dios…” (Carta pastoral de los Obispos de El Salvador: No te dejes vences por el mal, n. 9-11; 5). Sabemos que existen abundantes cosas positivas en la vida de numerosos cristianos pero, tampoco podemos cerrar los ojos ante todo el mal que nos hace sufrir constantemente como individuos, familias y como sociedad en general; por eso, la pregunta: ¿Quién está reinando entre nosotros? En nuestro tiempo, como dijo el Papa Juan Pablo “el pecado ha adquirido derecho de ciudadanía y ha entrado en las leyes de muchos estados: prostitución, adulterio, pornografía, aborto, eutanasia, homosexualidad… El pecado ha ganado y continúa ganando un fuerte derecho de ciudadanía en el mundo y la negación de Dios se ha difundido tan ampliamente en las ideologías, en las concepciones y en los programas humanos... " (Fátima, 1982). Hace poco, un papá me contó lo siguiente: “estaba yo hablando con mi hija de cinco años, y de repente me preguntó: ¿papi, cómo se llama el lugar adonde uno va cuando muere? Yo le expliqué, al cielo junto a Diosito, si uno es bueno; o a un lugar feo que se llama infierno, si somos malos. Entonces la niña comenzó a llorar, y yo le pregunté: ¿Por qué llora mi hija? Y ella me dijo: porque yo me porto mal contigo, y yo no quiero ir a ese lugar feo cuando muera”. Si nosotros fuéramos como los niños, se nos haría fácil para entender que: “Quien comete el pecado es del Diablo” (1 Jn 3,8), y que aún siendo cristianos podemos estar viviendo como “hijos del Diablo” (1 Jn 3, 10).