viernes, 7 de diciembre de 2007

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

La llegada del Reino de los cielos exige una conversión del corazón.
El anuncio de San Juan el Bautista coincide con el de Jesús: “Convertíos porque está cerca el Reino de Dios” (Mc 1,15). Este profeta se dirige con mucha energía a los fariseos y saduceos porque para ellos, la conversión era un hecho mental que no implicaba la totalidad de la persona. En ellos se daba una división interior: atendían a los mínimos detalles de la ley, pero descuidaban el precepto de la caridad; se protegían del juicio de Dios con una legalidad mal disfrazada o se sentían superiores como hijos de Abraham. Su conversión era por encima y no tocaba la intimidad de su corazón. La conversión que exige el Bautista era muy diferente pues, pide un cambio total y radical en la relación con Dios y con el próximo. No es una simple conversión interior, sino una conversión también exterior que llega a las obras. Aquí es donde aparece la imagen del árbol que produce frutos: el árbol bueno produce frutos buenos, el árbol malo produce frutos malos y se corta de raíz.
Una verdadera conversión, por tanto, significa una mayor rectitud de vida. Las palabras del Bautista son palabras de fuego y es que él sabe que no puede haber conversión a menos que reconozcamos que somos hipócritas y para eso Dios nos desenmascarará, y las palabras que desenmascaran el pecado en nuestra vida no son suaves ni tiernas, y a muchos hasta les pueden aparecer malcriadas pero, en realidad, lo único que quieren es invitarnos a realizar uno de los actos más elevados de que somos capaces los seres humanos: la conversión de nuestro corazón hacia el Padre de las misericordias, el arrepentimiento de la voluntad del mal que hemos cometido, y el firme propósito de resurgir en el bien. Cuando una persona es tocada por una conversión sincera, reconoce el desorden que hay en su interior, descubre su pecado y siente una necesidad urgente de transformación, de cambio de actitud y de comportamiento. La conversión es el momento de la verdad mas profunda en el que la persona reconoce su propio pecado y se abre a la verdad liberadora de Dios.
Hermanos y hermanas, este tiene que ser el espíritu con el que cada uno de nosotros debemos de vivir estos días de Adviento: dispuestos a permitir que la gracia de Dios inunde nuestras vidas, sin ningún miedo a descubrirnos pecadores, buscando alegres la misericordia del Señor a través del sacramento de la confesión. A lo único que podemos tenerle miedo es ha creernos muy buenos, a pensar que nosotros ya somos santos, que no tenemos necesidad de convertirnos; de ser así, nosotros, ustedes y yo, seríamos la clase de personas a las que San Juan Bautista, llamó: “raza de víboras”, porque no querían convertirse, aún siendo grandes de pecadores.