
El anuncio de San Juan el Bautista coincide con el de Jesús: “Convertíos porque está cerca el Reino de Dios” (Mc 1,15). Este profeta se dirige con mucha energía a los fariseos y saduceos porque para ellos, la conversión era un hecho mental que no implicaba la totalidad de la persona. En ellos se daba una división interior: atendían a los mínimos detalles de la ley, pero descuidaban el precepto de la caridad; se protegían del juicio de Dios con una legalidad mal disfrazada o se sentían superiores como hijos de Abraham. Su conversión era por encima y no tocaba la intimidad de su corazón. La conversión que exige el Bautista era muy diferente pues, pide un cambio total y radical en la relación con Dios y con el próximo. No es una simple conversión interior, sino una conversión también exterior que llega a las obras. Aquí es donde aparece la imagen del árbol que produce frutos: el árbol bueno produce frutos buenos, el árbol malo produce frutos malos y se corta de raíz.
Una verdadera conversión, por tanto, significa una mayor rectitud de vida. Las palabras del Bautista son palabras de fuego y es que él sabe que no puede haber conversión a menos que reconozcamos que somos hipócritas y para eso Dios nos desenmascarará, y las palabras que desenmascaran el pecado en nuestra vida no son suaves ni tiernas, y a muchos hasta les pueden aparecer malcriadas pero, en realidad, lo único que quieren es invitarnos a realizar uno de los actos más elevados de que somos capaces los seres humanos: la conversión de nuestro corazón hacia el Padre de las misericordias, el arrepentimiento de la voluntad del mal que hemos cometido, y el firme propósito de resurgir en el bien. Cuando una persona es tocada por una conversión sincera, reconoce el desorden que hay en su interior, descubre su pecado y siente una necesidad urgente de transformación, de cambio de actitud y de comportamiento. La conversión es el momento de la verdad mas profunda en el que la persona reconoce su propio pecado y se abre a la verdad liberadora de Dios.
Hermanos y hermanas, este tiene que ser el espíritu con el que cada uno de nosotros debemos de vivir estos días de Adviento: dispuestos a permitir que la gracia de Dios inunde nuestras vidas, sin ningún miedo a descubrirnos pecadores, buscando alegres la misericordia del Señor a través del sacramento de la confesión. A lo único que podemos tenerle miedo es ha creernos muy buenos, a pensar que nosotros ya somos santos, que no tenemos necesidad de convertirnos; de ser así, nosotros, ustedes y yo, seríamos la clase de personas a las que San Juan Bautista, llamó: “raza de víboras”, porque no querían convertirse, aún siendo grandes de pecadores.