miércoles, 20 de junio de 2012

SOLEMNIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA


“Será llamado Juan”
 Lc. 1:57-66.80

No es habitual que en la Iglesia festejemos el nacimiento de los santos y santas, sino que a todos ellos los recordamos en el día de su muerte. La única excepción está dada por la Virgen María, cuyo natalicio celebramos el 8 de septiembre, y por Juan Bautista, el 24 de junio. Estos dos nacimientos, junto con la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo el 25 de diciembre, son los únicos nacimientos que celebramos en la Iglesia.
En la liturgia siempre se le busca dar preeminencia a la celebración del domingo, el día del Señor. Por eso, cuando la fiesta de algún santo o alguna otra memoria cae en domingo, “se corre” de día para no opacar la celebración dominical de la resurrección del Señor. Es muy extraño que ocurra, como en este caso, que en día domingo tengamos como fiesta central la memoria de un santo. Esta decisión eclesial de celebrar el nacimiento de San Juan Bautista, inclusive en día domingo, nos habla de la importancia de este acontecimiento.

El evangelio nos dice que Zacarías e Isabel, los padres de Juan, “eran justos a los ojos de Dios y seguían en forma irreprochable todos los mandamientos y preceptos del Señor” (Lc 1,6). En ellos, el evangelio evoca la figura de tantos hombres y mujeres que, fieles a la fe de Israel, confiaban en Dios y esperaban su manifestación. La llegada del niño que se anuncia no viene a colmar solamente las expectativas de ellos, sino las de todo un pueblo.
Para el pueblo sencillo, para los “anawim” (los pobres de Yavé), muchas de las circunstancias que marcaban sus vidas potenciaban la expectativa por la llegada del Salvador que trajera la justicia de Dios.

Cada vez que en la Biblia se anuncia el nacimiento de un niño, eso indica que no viene simplemente a satisfacer el deseo de sus padres, sino que cumplirá una misión a favor de todo el pueblo. El nombre del niño encierra la misión que cumplirá:"En hebreo, todos los nombres tienen un significado. Zacarías significa "Dios recuerda".

Toda la gente que estaba ahí decía que ese niño iba a llamarse como su padre. Pero interviene la madre para decir que se llamará Juan, en hebreo Yohanan. No se va a llamar "Dios recuerda" sino "Dios da la gracia". Yohanan es aquel a quien Dios favorece, a quien Dios otorga la gracia, en el sentido de liberar. En esos dos nombres propios ya está explicado todo el proyecto de Dios: el hecho que se está produciendo en ese momento con el nacimiento de ese niño.

Juan lleva de ahora un nombre que no es el de sus antepasados: ¡él lleva un nombre nuevo! Un nombre es la expresión de la personalidad de un ser. Y cuando el Señor mismo da un nombre, quiere decir que aquél que recibe ese nombre es verdaderamente reconocido como el Espíritu mismo de Dios.

El nombre de Juan significa "gracia". Dándole tal nombre, el Señor ve ya en él a su propio hijo; Juan no es el Hijo de Dios hecho hombre sino el que lo anuncia, el signo viviente del Mesías. Otro Juan, el que escribió el cuarto evangelio, lo comprendió muy bien, al decir: "Fué un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan... No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz. Aquel era la luz verdadera, que alumbra á todo hombre que viene á este mundo." (Jn. 1:6-9)

Dios da la gracia, Dios otorga su favor. Las expectativas de los pobres de Yavé no quedarán sin colmarse. Se acerca el tiempo en que todos y todas, sacerdotes y laicos, letrados y analfabetos, varones y mujeres, sanos y enfermos, verán la salvación de Dios. A esto invitaba, ya adulto, Juan Bautista. Su prédica no pasaba por cumplir rituales, ni ajustarse a normas ya hechas, ni  pertenecer a tal o cual grupo mistérico de iniciados. La propuesta era sencilla y profunda: cambiar el corazón. Meterse al agua y dejar que el agua se lleve el pecado, lo viejo, lo anquilosado… y salir del agua refrescados por Dios para vivir la novedad del Reino de Dios.
Bien puesto tiene Juan el título de “precursor”. Aún antes de que Jesús empezara a predicar, ya estaba Juan trayendo una propuesta nueva, mucho más sencilla que los rituales del Templo o las prescripciones fariseas, y al mismo tiempo mucho más honda.
Sí, Dios hace una gracia, Dios hace un favor. Nos invita a zambullirnos en el agua refrescante de su gracia.