viernes, 24 de abril de 2009

TERCER DOMINGO DE PASCUA

"La paz sea con ustedes"
Lc. 24, 35-48
El evangelio de este domingo vuelve a situarnos en el cenáculo donde los
doce aun están reunidos, me imagino que aun con miedo, a lo que les pueda sobrevenir, me parece interesante la actuación de los doce, sus miedos, sus temores y sus dudas, porque me hace sentir seguro de que no fueron súper hombres como muchos piensan, fueron hombres normales com
o todos nosotros que les costó aceptar el milagro de la resurrección y que sin la gracia y la fuerza del Espíritu Santo no lo hubieran logrado.
El acontecimiento que vemos hoy, es un acontecimiento actual, porque cada domingo nos reunimos todos para celebrar y compartir, y Jesús, al igual que en el evangelio de hoy se hace presente en medio de nosotros en el sacramento de la Eucaristía.
Jesús se presenta a sus discípulos: Él les muestra su cuerpo, y los invita a observarlo de cerca, e incluso tocarlo, así como él hizo con Santo Tomás. Jesús quiere que los testigos de su resurrección estén completamente consientes de ésta asombrosa realidad: la vida eterna - la cual es Cr
isto mismo - no solo pertenece al alma inmaterial y espiritual, si no también, al mismo tiempo, al cuerpo humano, este elemento de la persona humana a través del cual entramos en comunicación con los demás.
Era tanta la alegría de los once y de todos los que con ellos estaban que el evangelio nos aclara diciendo:" Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: «¿Tienen aquí algo que comer?» Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos. "
Este episodio, en el cual el Señor resucitado come en compañía de sus discípulos, hace su intención aún mas manifiesta. De hecho, Jesús resucitado no tiene ninguna necesidad de comida: su cuerpo vivirá por siempre, sin temor de que en su vida le falte algo en lo absoluto. Por consiguiente, si Jesús quería comer pescado asado ante sus discípulos, solo era para darles un signo, el de la realidad corporal de la vida que, ahora y siempre, es la de Él. Jesús quería que sus Apóstoles sean auténticos testigos de esta realidad, la cual ha sido proclamada muchas veces en las Escrituras y la cual es ahora completamente vivida por Él, ¡el Maestro y Señor del universo entero!
Muchos hasta el dia de hoy miran con incredulidad y escepticismo la resurrección de Jesus y la de todos los que creemos en el también, y es porque no han entendido a plenitud lo que significa vivir, una vida resucitada, una vida en la verdad, una vida llevada con alegría a pesar de las tristezas de la cruz, una vida con sentido de resurrección, cuando los seres humanos nos dedicamos a vivir la vida solo por vivirla perdemos el sentido principal de nuestra vida, que es en realidad llevar una vida en Cristo. Nuestros cuerpos no son malos, son solo frágiles y nuestros miedos nos recuerdan que debemos de tomarnos de la mano del resucitado y alimentarnos de vida divina, manifestada en su cuerpo y en su sangre, pero al hombre de hoy se le ha olvidado que tiene mucho que aprender sobre su vida sobrenatural, y sobre su vida futura, y por ello se a dedicado a vivir una vida sin sentido, e infeliz, llamando felicidad a lo que no lo es, aprendamos a nosotros a disfrutar nuestra vida, partiendo de la resurrección de Jesus.
Conocer a Jesus resucitado, vivo para siempre, supone también una reorientación radical de nuestra vida en la que el tiempo, cada dia de nuestra vida debe de ser vivido y entendido a profundidad. Nunca es tarde para reorientar nuestra vida, y nuestro deseo de ser mejores ciudadanos en el mundo. Vivamos una vida de resurrección, invitando al mundo a vivir en paz y arminia como el saludo que Jesus dirige a sus discípulos cuando se aparece en medio de ellos. La paz este con ustedes. Luego " Jesús les dijo: «Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los profetas y en los salmos referente a mí.» Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras.
Los cuerpos resucit
arán, ellos son llamados para vivir eternamente, y nosotros por ser participes de su vida inmortal también estamos llamados a vivir ¡participando en la vida divina en Cristo! El Señor Jesús es el primero en experimentarlo en su persona entera, él es el que logró de lleno todo lo que las Santas Escrituras habían proclamado con respecto a la resurrección del cuerpo. Así, después de haber mostrado su cuerpo a sus discípulos, Cristo, justo antes de su Ascensión en el Cielo, explicó en detalle el significado de las sagradas escrituras que hablan de la glorificación del cuerpo en la vida eterna. Él quien estaba a punto de entrar a la Gloria del Cielo, con ambos su cuerpo y su alma, quería vivir esta única y eterna experiencia con sus Apóstoles, por medio de las Santas Escrituras. Esta es una lección para nosotros: tratemos de leer y de meditar sobre la Santa Escritura para encontrar en ella un anticipo para el Cielo, intentemos de abrir la Puerta del Cielo creyendo profundamente en la realidad de la resurrección del cuerpo. Particularmente hoy, ahora, durante esta celebración Eucarística dominical, después de haber leído y escuchado el evangelio de este día, pidámosle a la Santísima Virgen María que nosotros podamos recibir el Cuerpo de su Hijo con una gran fe, una esperanza santa, y una caridad sincera. ¡Que este Domingo sea el de Nuestra Resurrección en Cristo!

MARIA MADRE DEL RESUCITADO

Para muchas y muchos la celebración de la resurrección nos alegra tanto que hasta cierto punto dejamos de lado a un personaje de gran importancia en este acontecimiento. María, nuestra madre, nos alegramos tanto de ver a su hijo vivo en medio de nosotros que descuidamos que Ella también es parte de esa gloriosa resurrección. Ella como cualquier otra madre fue la única – me atrevo a decir - que creyó plenamente en que su hijo vencería a la muerte, y como santa humilde que es también guardo todo esto en su corazón a pesar del sufrimiento que embargo su ser de Madre
A los apóstoles les había costado mucho aceptar la muerte del Maestro. Pedro le dirá a Jesús, cuando les anuncia su pasión: “Señor, eso a ti no puede sucederte”. Por eso, cuando llegaron los azotes y la muerte violenta del Señor, los apóstoles se dispersaron y se quedaron muy tristes porque no se habían cumplido sus expectativas. No habían entendido que la muerte era el camino para la resurrección ni habían comprendido aquellas palabras que el Maestro les había dirigido a ellos y que hoy nos dirige a todos nosotros: “El que quiera ser discípulo mío, tome su cruz y sígame”. Cuando Jesucristo se les aparece después de su resurrección, les muestra las heridas de los clavos y come con ellos, se les caerá la venda de los ojos y entenderán todas las Escrituras. Inmediatamente, animados por el Espíritu, saldrán hasta los confines de la tierra, proclamando la resurrección del Señor y anunciando su salvación.
En medio de estos acontecimientos, como no podía ser de otra forma, aparece María, la madre de Jesús y la madre la Iglesia. Ella, junto al discípulo amado, con el corazón traspasado de dolor, se mantiene firme al lado de su Hijo. A lo largo de su vida ora, calla y responde a Dios con el “hágase” de la confianza. En contraposición a la fe débil de los apóstoles, María tiene una fe madura y probada. Desde el momento de la anunciación había dado un “Sí” definitivo e incondicional a Dios y por eso espera y confía que el Padre no abandonará para siempre a su Hijo bajo el poder de la muerte. Junto a la cruz su fe y el “Sí” a Dios alcanzan la más alta expresión. Con esa misma fe acoge el último encargo de Jesús, realizado desde la cruz. Debía cuidar de Juan, el discípulo amado, y de todos los que creyesen en su Hijo hasta el final de los tiempos. Desde entonces, todos los cristianos encontramos en Ella el signo luminoso de la esperanza y la vivencia plena del misterio pascual. Con entrañas de Madre, María comienza a cumplir la misión confiada acompañando y orando con los apóstoles el día de Pentecostés. Luego, como nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, seguirá presente en los primeros pasos de la comunidad cristiana. En comunión con los primeros cristianos, se reúne para la oración en común y para la fracción del pan. Asunta al cielo, María continúa intercediendo ante su Hijo por todos los miembros de la Iglesia hasta que lleguen a la patria celestial. San Clemente de Alejandría dice que “María llama hacia sí a sus pequeños y los alimenta con esa leche santa que es la palabra destinada a los niños recién nacidos”. A nosotros, como a los apóstoles, nos cuesta asumir la cruz, nos resistimos a cargar con la incomprensión, con el desprecio, con las críticas de nuestros hermanos. En cuanto aparecen las dificultades en el camino de la vida, brota en nosotros la resistencia y la rebeldía. En ocasiones, podemos experimentar también la tentación de rechazar a Dios porque nuestra fe es aún débil. Pero no tengamos miedo. Pidamos ayuda a la Madre y recibámosla en nuestra casa, como cosa propia, al igual que hizo el discípulo amado. No nos asustemos por nuestra debilidad y por nuestras pocas fuerzas para llevar la cruz. La Santísima Virgen vela por nosotros, nos protege con amor de Madre y nos muestra a su Hijo glorioso para que Él sostenga nuestra esperanza y fortalezca nuestra fe.