viernes, 24 de abril de 2009

MARIA MADRE DEL RESUCITADO

Para muchas y muchos la celebración de la resurrección nos alegra tanto que hasta cierto punto dejamos de lado a un personaje de gran importancia en este acontecimiento. María, nuestra madre, nos alegramos tanto de ver a su hijo vivo en medio de nosotros que descuidamos que Ella también es parte de esa gloriosa resurrección. Ella como cualquier otra madre fue la única – me atrevo a decir - que creyó plenamente en que su hijo vencería a la muerte, y como santa humilde que es también guardo todo esto en su corazón a pesar del sufrimiento que embargo su ser de Madre
A los apóstoles les había costado mucho aceptar la muerte del Maestro. Pedro le dirá a Jesús, cuando les anuncia su pasión: “Señor, eso a ti no puede sucederte”. Por eso, cuando llegaron los azotes y la muerte violenta del Señor, los apóstoles se dispersaron y se quedaron muy tristes porque no se habían cumplido sus expectativas. No habían entendido que la muerte era el camino para la resurrección ni habían comprendido aquellas palabras que el Maestro les había dirigido a ellos y que hoy nos dirige a todos nosotros: “El que quiera ser discípulo mío, tome su cruz y sígame”. Cuando Jesucristo se les aparece después de su resurrección, les muestra las heridas de los clavos y come con ellos, se les caerá la venda de los ojos y entenderán todas las Escrituras. Inmediatamente, animados por el Espíritu, saldrán hasta los confines de la tierra, proclamando la resurrección del Señor y anunciando su salvación.
En medio de estos acontecimientos, como no podía ser de otra forma, aparece María, la madre de Jesús y la madre la Iglesia. Ella, junto al discípulo amado, con el corazón traspasado de dolor, se mantiene firme al lado de su Hijo. A lo largo de su vida ora, calla y responde a Dios con el “hágase” de la confianza. En contraposición a la fe débil de los apóstoles, María tiene una fe madura y probada. Desde el momento de la anunciación había dado un “Sí” definitivo e incondicional a Dios y por eso espera y confía que el Padre no abandonará para siempre a su Hijo bajo el poder de la muerte. Junto a la cruz su fe y el “Sí” a Dios alcanzan la más alta expresión. Con esa misma fe acoge el último encargo de Jesús, realizado desde la cruz. Debía cuidar de Juan, el discípulo amado, y de todos los que creyesen en su Hijo hasta el final de los tiempos. Desde entonces, todos los cristianos encontramos en Ella el signo luminoso de la esperanza y la vivencia plena del misterio pascual. Con entrañas de Madre, María comienza a cumplir la misión confiada acompañando y orando con los apóstoles el día de Pentecostés. Luego, como nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, seguirá presente en los primeros pasos de la comunidad cristiana. En comunión con los primeros cristianos, se reúne para la oración en común y para la fracción del pan. Asunta al cielo, María continúa intercediendo ante su Hijo por todos los miembros de la Iglesia hasta que lleguen a la patria celestial. San Clemente de Alejandría dice que “María llama hacia sí a sus pequeños y los alimenta con esa leche santa que es la palabra destinada a los niños recién nacidos”. A nosotros, como a los apóstoles, nos cuesta asumir la cruz, nos resistimos a cargar con la incomprensión, con el desprecio, con las críticas de nuestros hermanos. En cuanto aparecen las dificultades en el camino de la vida, brota en nosotros la resistencia y la rebeldía. En ocasiones, podemos experimentar también la tentación de rechazar a Dios porque nuestra fe es aún débil. Pero no tengamos miedo. Pidamos ayuda a la Madre y recibámosla en nuestra casa, como cosa propia, al igual que hizo el discípulo amado. No nos asustemos por nuestra debilidad y por nuestras pocas fuerzas para llevar la cruz. La Santísima Virgen vela por nosotros, nos protege con amor de Madre y nos muestra a su Hijo glorioso para que Él sostenga nuestra esperanza y fortalezca nuestra fe.

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