domingo, 18 de diciembre de 2011


«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra»
( Lc. 1, 26-38) 


Estamos a las puertas de la Navidad, el tiempo a transcurrido de forma muy rápida, celebramos hoy el cuarto domingo del Adviento , El pasaje del Evangelio de hoy comienza con las familiares palabras: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret». Es el relato de la Anunciación. 
Para entender las lecturas de hoy (sin mencionar Navidad misma), tenemos que  volver a nuestros primeros papás. La Biblia les llama Adán (“el hombre”) y Eva (“madre de todo viviente”). De ellos hemos heredado cosas buenas, más  importante, la imagen de Dios. Nos hace capaces de arte y cultura – todas las cosas bellas que seres humanos han creado.
Al mismo tiempo, hemos heredado cosas que solamente  se puede denominar  como pecado, Además experimentamos una división interior.  Esa “división íntima” es el pecado  original, una debilidad terrible que heredamos de nuestros primeros padres.
Todos heredamos de nuestros papás cosas buenas y cosas malas y tu y yo hemos  heredado la “condición humana” que incluye el pecado original. Tenemos que hacer  lo posible con el hecho que somos hijos de Adán y Eva. 

Este domingo final antes de Navidad. No somos solamente hijos de Eva, sino de  la Nueva Eva, María. Me parece interesante que hace largo Eva trató de exaltarse, y se dejo engañar por la serpiente, porque quería ser importante, quería ser como un dios, poderosa, indestructible.
Hoy, una segunda Eva dice que quiere la “esclava” del Señor, todo lo contrario a la primera, esta respuesta es difícil, porque se humilla y su más grande deseo  es  vaciarse para ser llenada de Dios. En el caso de María, sucedió en un modo literal. Nos dice la liturgia de las Horas, “Por Eva se cerraron a los hombres las puertas del paraíso, pero por María virgen, han sido abiertas de nuevo.
Me impacta la sencillez y sinceridad con que María responde al pedido del Ángel y al mismo tiempo me pregunto si hubiera sido capaz de responder de la misma manera que ella lo hizo a tan grande misión, a tan arriesgado reto.

 «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc.1, 38). Con estas palabras María hizo su acto de fe. Acogió a Dios en su vida, se confió a Dios. Con aquella respuesta suya al ángel es como si María hubiera dicho: «Heme aquí, soy como una página en blanco: que Dios escriba en mí todo lo que quiera».

 Aquél fue el acto de fe más difícil de la historia. ¿A quién puede explicar María lo que ha ocurrido en ella? ¿Quién le creerá cuando diga que el niño que lleva en su seno es «obra del Espíritu Santo»? Esto no había sucedido jamás antes de ella, ni sucederá nunca después de ella. María conocía bien lo que estaba escrito en la ley mosaica: una joven que el día de las nupcias no fuera hallada en estado de virginidad, debía ser llevada inmediatamente ante la puerta de la casa paterna y lapidada (Cf. Dt 22,20ss). ¡María sí que conoció «el riesgo de la fe»!
La fe de María no consistió en el hecho de que dio su asentimiento a un cierto número de verdades, sino en el hecho de que se fió de Dios; pronuncio su «fíat» a ojos cerrados, creyendo que «nada es imposible para Dios». 

María no dio su consentimiento con triste resignación, como quien dice para sí: «Si es que no se puede evitar, pues bien, que se haga la voluntad de Dios». El amen de María fue como el «sí» total y gozoso que la esposa dice al esposo el día de la boda. Que haya sido el momento más feliz de la vida de María lo deducimos también del hecho de que, pensando en aquel momento, ella entona poco después el Magníficat, que es todo un canto de exultación y de alegría. La fe hace felices, ¡creer es bello!

La fe es el secreto para hacer una verdadera Navidad; expliquemos en qué sentido. San Agustín dijo que «María concibió por fe y dio a luz por fe»; más aún, que «concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo». Nosotros no podemos imitar a María en concebir y dar a luz físicamente a Jesús; podemos y debemos, en cambio, imitarla en concebirle y darle a luz espiritualmente, mediante la fe. Creer es «concebir», es dar carne a la palabra. Lo asegura Jesús mismo diciendo que quien acoge su palabra se convierte para él en «hermano, hermana y madre» (Mc. 3,33).

Vemos por lo tanto cómo se hace para concebir y dar a luz a Cristo. Concibe a Cristo la persona que toma la decisión de cambiar de conducta, de dar un vuelco a su vida. Da a luz a Jesús la persona que, después de haber adoptado esa resolución, la traduce en acto con alguna modificación concreta y visible en su vida y en sus costumbres.
Por ejemplo, si blasfemaba, ya no lo hace; si tenía una relación ilícita, la corta; se cultivaba un rencor, hace la paz; si no se acercaba nunca a los sacramentos, vuelve a ellos; si era impaciente en casa, busca mostrarse más comprensiva, y así sucesivamente. 

¿Qué llevaremos de regalo este año al Niño que nace? Sería raro que hiciéramos regalos a todos, excepto al festejado. Una oración de la liturgia ortodoxa nos sugiere una idea maravillosa: «¿Qué te podemos ofrecer, oh Cristo, a cambio de que te hayas hecho hombre por nosotros? Toda criatura te da testimonio de su gratitud: los ángeles su canto, los cielos la estrella, los Magos los regalos, los pastores la adoración, la tierra una gruta, el desierto un pesebre. Pero nosotros, ¡nosotros te ofrecemos una Madre Virgen!». ¡Nosotros –esto es, la humanidad entera-- te ofrecemos a María! 

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