«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos?
La niña no
está muerta, está dormida.»
(Mt.5, 21-43)
Muchas curaciones y
unas cuantas revivificaciones realizó Jesús entre sus milagros. El
Evangelio de hoy nos trae una curación y una revivificación conectadas entre
sí. Se trata de la hijita de Jairo, que muere mientras el Señor se
retrasa en la curación de la hemorroísa (Mc. 5, 21-43). A simple
vista se vería como si hubiera sido un descuido de Jesús al llegar tarde para
ver a esta niña que estaba agonizando.
Esta es una situación típica en la
que cualquiera de nosotros podría reconocerse con facilidad: un familiar
cercano enfermo y en grave peligro de muerte, y encima joven, un niño o una
niña, con toda esa vida que debería tener por delante, amenazada con terminar
pronto.
La impotencia ante la muerte es
una situación típica para acudir a Dios, pedirle la curación; y, en un caso
como el del evangelio, casi exigírsela; porque, si para nosotros, los seres
humanos, la muerte es siempre percibida como una injusticia que no debería
suceder, tanto más si se trata de alguien que apenas ha podido estrenar su
propia vida.
Jairo, el hombre importante que,
ante la enfermedad de su hija, nada puede hacer, más que suplicar. Sin embargo,
este fragmento parece que está más hecho para suscitar interrogantes que para
suspirar aliviados por su final feliz.
Jesús responde, pero no
inmediatamente. Entre la petición de Jairo y la llegada a la casa se interpone
el encuentro con la mujer hemorroísa (cf. Mc 5, 25-34), que le hace “perder un
tiempo precioso” en un asunto que, al fin y al cabo, no parecía tan urgente,
hasta el punto de que, entretanto, la niña enferma muere.
¿No podía haber acudido Jesús
inmediatamente y ahorrar así, en los dos casos, el amargo trance de la muerte?
Pero no es este el único interrogante. Si Jesús tiene la capacidad de apiadarse
y de salvarnos de la enfermedad y la muerte, ¿por qué lo hace sólo en unos
pocos casos, mientras que parece ignorar olímpicamente muchísimos otros?
Es muy posible que todos nosotros
hayamos rezado en alguna ocasión con angustia, pidiendo por la vida de un ser
querido o cercano, sin que, aparentemente, hayamos obtenido respuesta. La
oración de petición por la vida amenazada de nuestros seres queridos es su
forma más dramática, precisamente porque percibimos la muerte como el “mal
irremediable”.
Por fin, un último interrogante
que suscita este milagro de Jesús es el de su carácter provisional: la hija de
Jairo, igual que el hijo de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-17) y su amigo
Lázaro no fueron, estrictamente hablando, “resucitados”, sino vueltos a esta
vida mortal, por lo que después de un tiempo, volvieron a morir.
Si queremos
entender el sentido de este milagro de Jesús, tenemos que tratar de descubrir
su significado profundo, el que trasciende el favor personal que recibió Jairo,
su hija y su familia, y que adquiere significado para todos nosotros, para
nuestra comprensión en fe de la persona de Jesucristo y del modo de actuar de
Dios en nuestro favor.
Pero la fe en
Cristo significa la fe en un Dios que ama la vida, que no ha hecho la muerte
(más que, en todo caso, como final biológico en esta vida y como tránsito a la
vida plena), porque en este vida hay dimensiones que traspasan las condiciones
efímeras del espacio y el tiempo: la justicia es inmortal, nos recuerda la
primera lectura, y también lo son la verdad, la honestidad, la generosidad, el
amor…
La vida eterna no es una mera
vida sin fin, sino una vida plena, liberada de la amenaza del mal y de la
muerte, una vida en comunión con Dios en Cristo (cf. Jn 17, 3). Y, puesto que
Cristo se ha hecho hombre y vive con nosotros, podemos empezar ya en este mundo
caduco a gozar de la vida eterna: una vida como la de Cristo basada en el amor,
abierta a todos, a favor de todos, en la que, como el Dios Creador, no
destruimos, ni gozamos destruyendo, sino que estamos al servicio de la vida, de
la justicia, viviendo con la generosidad a la que nos exhorta hoy Pablo.
Ante la muerte humana, ante
nuestros muertos, ante nuestra propia muerte Jesús afirma: no están muertos,
están dormidos. Y luego añade “contigo hablo, levántate”; o, con otras
palabras: “Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo
será tu luz” (Ef 5, 14). Así es si participamos ya, por la Palabra y los
Sacramentos, en la muerte y resurrección de Jesucristo, si tratamos de seguirlo
en esta vida, si procuramos vivir como Él nos ha enseñando. Está claro que para
que la muerte sea sólo eso, una dormición que nos abre a la vida plena, en esta
vida caduca tenemos que vivir en vela, tenemos que estar despiertos.
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