viernes, 10 de febrero de 2012

SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


“Si quieres puedes curarme…”
(Mc. 1,40-45)
Rev. Alexander Díaz





Las lecturas de hoy hieren nuestra sensibilidad, que se siente incómoda ante la figura de un leproso de apariencia repugnante, vestido de harapos tal como lo ordenaba la ley judía:

El texto del libro del Levítico contiene las normas vigentes en esa época: como esta enfermedad se consideraba castigo de Dios, sus víctimas debían presentarse a los sacerdotes; además vivían como indigentes y estaban excluidos de la vida en sociedad. En esa época, el leproso era una persona muerta en vida.

El evangelio de Marcos nos muestra cómo Jesús supera todos los tabúes respecto a esta enfermedad y la convierte en ocasión para una maravillosa manifestación de la misericordia y el amor de Dios.

Detengamos nuestra mirada en los dos personajes de este relato, el leproso y Jesús.

Primero detengámonos a meditar la vida que llevaba este pobre hombre que se acerco al maestro vivía en un mundo atormentado y se arriesgó cuando se acercó a Jesús:

La enfermedad de la lepra tenía unas connotaciones religiosas y sociales que la hacían casi imposible de sobrellevar, pues implicaba no sólo un terrible deterioro físico (la nariz, las manos y los pies se iban desfigurando de tal manera que se adquiría una apariencia repugnante); además se la consideraba un castigo divino por pecados inconfesables; y como si lo anterior no bastara, la víctima era excluida de la vida en familia y en sociedad. El espectáculo era desolador: sin salud, sin Dios y sin nadie.



A pesar de su tragedia, este personaje que nos presenta el evangelista Marcos no se hunde en la desesperación. Con una humildad cargada de fe y de esperanza suplica: “Si quieres, puedes limpiarme”. No hay situación, por complicada que sea, que no pueda ser transformada por la acción salvadora de Jesús. Todas las heridas morales y afectivas pueden ser curadas por el amor del Padre que se manifiesta a través de Jesús. Todos los pecados, por graves que éstos sean y que la justicia humana castiga con 30 o 40 años de cárcel, pueden ser perdonados por Dios si hay un arrepentimiento sincero y una reparación.

Me encanta y me llama la atención las palabras que Jesús que le escucha con ternura y no lo cuestiona ni le hace preguntas, me imagino el rostro del maestro viéndolo a los ojos. Alguien me dijo un día, que cuando alguien te mira directo a los ojos, está viendo directamente tu alma, tu ser, tu verdad; Jesús ve en aquel hombre su dolor, su aflicción pero también su confianza y su deseo de volver a ser feliz, entre los suyos.

Cada una de las palabras y de los gestos que Jesús hace, tienen un significado profundo:

Lo primero que hace Jesús es tocar a este hombre.

Dentro de la mentalidad de la época, cargada de prejuicios y con unos conocimientos muy precarios de Medicina y en particular de Infectología, era impensable tocar a un leproso, pues hacerlo traía dos consecuencias: la posibilidad de contraer la enfermedad y la impureza legal, es decir, la obligación de alejarse de la comunidad y realizar unos ritos de purificación.
Jesús conocía el alto precio social que tendría que pagar por este gesto. Y conscientemente lo hizo como expresión de solidaridad con este ser excluido y como rechazo a los prejuicios de la religión judía.

El leproso se acerca a Jesús y, de rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme” Y, Jesús, “extendiendo la mano, lo tocó le dijo: “¡Sí, quiero: Sana!”Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. (Mc. 1, 40-45).

¡Qué grande fe la de este pobre leproso! Y ¡qué audacia! No tuvo temor de acercarse al Maestro. No tuvo temor de que le diera la espalda. La fe cierta no razona, no se detiene. Quien tiene fe sabe que Dios puede hacer todo lo que quiere. Para Dios hacer algo, sólo necesita desearlo. Por eso el pobre leproso se le acerca al Señor con tanta convicción. Por eso el Señor le responde con la misma convicción: “¡Sí quiero: Sana!”

Nos dice el Evangelista que Jesús “se compadeció”, “tuvo lástima” del leproso. Tiene el Señor lástima de la lepra que carcome el cuerpo. Por eso la cura. Pero más lástima y más compasión tiene aún Jesús de la lepra del pecado que carcome el alma. Por eso toma sobre sí nuestros pecados para salvarnos, apareciendo El también “despreciado y evitado por los hombres, como un leproso” (Is. 53, 3-40). Es la descripción que hace el profeta Isaías cuando anuncia la Pasión del Mesías.

Estas lecturas de hoy, que tanto golpean nuestra sensibilidad, desenmascaran las crueles discriminaciones que amargan a tantos hermanos nuestros:

¡Cuántas personas discriminadas laboral y socialmente por su apariencia física! En esta sociedad de consumo que juzga por las apariencias sólo hay empleo para los cuerpos masculinos atléticos y para las mujeres construidas artificialmente mediante el bisturí, el láser y la silicona…

¡Cuántas personas archivadas en instituciones de caridad porque son una carga económica! Pensemos en los ancianos abandonados por sus familiares, tengamos presentes a los niños portadores de alguna deficiencia y que son rechazados, recordemos la pena de muerte aplicada a tantos bebés en nombre del aborto terapéutico…

¡Cuántas personas a quienes se les impide la movilidad social y la posibilidad de progresar por el color de la piel o porque son emigrantes o desplazados o porque son reinsertados o porque profesan creencias religiosas o políticas diferentes!

Cuando Jesús se atreve a tocar al leproso y le dice “quiero, queda limpio”, está dando un golpe demoledor a los prejuicios sociales y a todas las formas de exclusión.

Acercarse a Jesús con convicción, sin temor y con una fe segura. Esa debe ser nuestra actitud: reconocer nuestra lepra, buscar ayuda del Señor y aproximarnos a El con convicción y sin temor, pidiéndole que nos sane. El Señor no tendrá asco de nuestra lepra, por más grave que sea nuestra situación de pecado, si humillados nos presentamos ante El. Sabemos que no podemos curarnos por nosotros mismos. Puede ser que por muchos, por muchísimos años vengamos arrastrando una enfermedad del alma, una lepra que parece incurable. Pero, si Dios quiere –y si yo estoy dispuesto- Dios puede hacer cualquier milagro ... como el del leproso que se le acercó con fe, con confianza, sin temor, con convicción.


No hay comentarios.: