Roma (Italia), 2 May. 11 (AICA) |
“Me llamaron a última hora de la mañana. Corrí, tenía miedo de no llegar a tiempo. En cambio, él me esperaba. ‘Buenos días, Santidad, hoy luce el sol’, le dije en seguida, porque era la noticia que en el hospital le alegraba”. “Sentí la necesidad de apoyar la cabeza sobre su mano, me permití el lujo de tomar su última caricia posando su mano sin fuerzas sobre mi rostro mientras él miraba fijamente el cuadro del Cristo sufriente que estaba colgado en la pared frente a su cama”. Mientras tanto, oyendo desde la plaza los cantos, las oraciones, las aclamaciones de los jóvenes que se hacían cada vez más fuertes, la mujer preguntó a monseñor Dziwisz (hoy cardenal), si esas voces no importunaban acaso al Papa. “Pero él, llevándome a la ventana, me dijo: ‘Rita, estos son los hijos que han venido a despedir al padre”.
“Piensen –dice la mujer– en un lugar donde no existe el espacio y donde no existe el tiempo, y piensen sólo en mucha luz”. La misma luz que acompañó las jornadas del pontífice. “En aquellos meses, cada mañana entraba en su habitación encontrándole ya despierto, porque rezaba ya desde las 3. Yo abría las persianas y dirigiéndome a él decía: ‘Buenos días, Santidad, hoy luce el sol’. Me acercaba y él me bendecía. Arrodillándome, él me acariciaba la cara”. Este era el ritual que daba inicio a las jornadas de Wojtyla. “Por lo demás yo era una enfermera inflexible y él un enfermo inflexible. Quería estar al corriente de todo, de la enfermedad, de su gravedad. Si no entendía, me miraba como pidiendo que le explicara mejor”. “Nunca dejó de estudiar los problemas del hombre. Recuerdo los libros de genética, por ejemplo, que él consultaba y estudiaba con atención, incluso en aquellas condiciones”. Ese no querer rendirse, ese querer vivir la gracia de la vida recibida: “Cada día nos decíamos que ‘todo problema tiene solución’”. Recordando en cambio los últimos ingresos, la ex jefa de planta añade: “El Papa vivió los momentos quizás más difíciles en el Policlínico”, pero “asistir a los enfermos es un don, al menos para quien cree en Dios. Y con todo, también para quienes no tienen fe es una experiencia única”. Para quien comprende plenamente el sentido de lo que entiende Megliorin, resultan estridentes las preguntas de tantos periodistas, reunidos en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz para escuchar, en un encuentro con los medios de comunicación, el testimonio de la enfermera. Hay quien pregunta si una película sobre la vida de Wojtyla se corresponde con la verdad, sobre todo el fragmento en que la película cuenta que el Papa tuvo espasmos en el momento de su muerte. Preguntas estrafalarias, a veces inoportunas si no fuesen de dudoso gusto. Y de hecho, la enfermera pregunta cuantas personas de la sala han asistido a la pérdida de un progenitor en los propios brazos: “No puedo responder –explica a regañadientes–. Quien no lo ha vivido no lo puede entender”. Entonces, “¿la muerte fue un alivio?”, insiste otro. “La muerte nunca es un alivio –replica la mujer–. Como enfermera digo sólo que hay un límite en el tratamiento, más allá del cual éste se convierte en un tratamiento médico agresivo”. El morbo de saber si Wojtyla se ahogaba o tragaba, si tenía fuerzas para comer, beber o respirar, todo esto es una violación de la intimidad de un cuerpo, la sacralidad de una vida que ya no está. Su pensamiento vuelve a las palabras de Wojtyla que sin embargo, ha “restituido la dignidad al enfermo”, recuerda Megliorin. En la Carta Apostólica Salvifici doloris de 1984, Juan Pablo II dice que el dolor “es un tema universal que acompaña al hombre en todos los grados de la longitud y de la latitud geográfica: es decir que coexiste con él en el mundo”. También dice el Papa, “el sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre: es uno de esos puntos, en los que el hombre parece, en cierto sentido, ‘destinado’ a superarse a sí mismo, y llega a esto llamado de un modo misterioso”. Juan Pablo II “en el último momento de su vida terrena –concluye Rita Megliorin– rescató su cruz, haciéndose cargo no sólo de la suya propia, sino también de todos los que sufren. Lo hizo con la alegría que nace de la esperanza de creer en un mañana mejor. Incluso creo que él tenía la esperanza de un hoy mejor”. |
jueves, 5 de mayo de 2011
Asistió a Juan Pablo hasta su muerte: "Yo era una enfermera inflexible y él un enfermo inflexible"
Rita Megliorin: "Juan Pablo II sentía predilección por los más débiles"
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