Amar y defender a los pobres fue su sentencia a Muerte
Por. Rev. Alexander Diaz
Este año se cumplen 30 años del fatídico asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, cuarto arzobispo metropolitano de San Salvador (1977-1980) en la década de los 80's, Monseñor Romero como se le conoce a nivel mundial, fue un singular y sencillo sacerdote salvadoreño, hombre lleno de Dios que entendió desde sus primeros años de vida sacerdotal su llamado y sus obligaciones como pastor de almas. Su formación sacerdotal la realizo junto a la tumba de Pedro y Pablo en Roma, donde también fue ordenado sacerdote, el 4 de abril de 1942, a la edad de 24 años. En Roma fue alumno de monseñor Giovanni Batista Montini, quien en el futuro fue el papa Pablo VI, de la calidad de esta madera forjo Dios un pastor, a quien llamo a ser obispo, don, privilegio y sacrificio que pide a unos pocos, ese fue el. Todos le llamaban "Monseñor".
De un título, el pueblo hizo su nombre. Quien oía decir "Monseñor", sabía que era él y no otro. Era él. Un hombrecito moreno, de ojos negros; inquisidores, aunque tímidos. Ojos que se clavaban en los ojos de los hombres en quienes èl encontraba sinceridad, pero equívocos cuando se cruzaban con miradas hipócritas.
Tenía los labios inquietos de la verdad. Labios que se abrían para animar al desalentado, al triste, al oprimido y desechado por los grandes, y labios que se abrían para reprender al descarriado, consolar al desesperado. Labios de un sacerdote bañados diariamente con la sangre de Cristo, de quien vivió y murió enamorado, sembradores de la palabra de Dios. Era de mediana estatura, inclinaba el hombro derecho cuando ofrecía su mano a otro. E inclinaba el hombro no por complejo de inferioridad, sino como consecuencia de la infección que tuvo en él tras el accidente que sufrió de joven.
Era el hombrecito de la sotana de la sotana negra y de sotana blanca. Ese hombrecito que acariciaba frecuentemente la cruz que llevaba en su pecho, como para dar a entender que lo importante era la cruz y que su personalidad pasaba a segundo plano. Ese hombrecito bueno de manos generosas. Ese hombrecito del dedo que apunta con su gesto la fuerza de la palabra que pronunciaba su boca, ese era Monseñor al que muchos odiaron y aun siguen odiando desgraciadamente, al que hasta el día de hoy le tienen un tanto de recelo porque en su miedo y recelo esconden su temor a ser denunciados por la corrupción en que viven.
Tenía los labios inquietos de la verdad. Labios que se abrían para animar al desalentado, al triste, al oprimido y desechado por los grandes, y labios que se abrían para reprender al descarriado, consolar al desesperado. Labios de un sacerdote bañados diariamente con la sangre de Cristo, de quien vivió y murió enamorado, sembradores de la palabra de Dios. Era de mediana estatura, inclinaba el hombro derecho cuando ofrecía su mano a otro. E inclinaba el hombro no por complejo de inferioridad, sino como consecuencia de la infección que tuvo en él tras el accidente que sufrió de joven.
Era el hombrecito de la sotana de la sotana negra y de sotana blanca. Ese hombrecito que acariciaba frecuentemente la cruz que llevaba en su pecho, como para dar a entender que lo importante era la cruz y que su personalidad pasaba a segundo plano. Ese hombrecito bueno de manos generosas. Ese hombrecito del dedo que apunta con su gesto la fuerza de la palabra que pronunciaba su boca, ese era Monseñor al que muchos odiaron y aun siguen odiando desgraciadamente, al que hasta el día de hoy le tienen un tanto de recelo porque en su miedo y recelo esconden su temor a ser denunciados por la corrupción en que viven.
Vivió una vida sencilla y simple como la del maestro, nunca utilizo su “palacio episcopal” como se le llamaba antes, ni se dejo seducir por la vanidad de su cargo “Arzobispo” titulo que pesa y que sin ser descortés puede llevar a olvidar a muchos lo que en realidad significa serlo. Vivió entre los pequeños como Jesús, comió, jugo, bromeo, se dejo querer por ellos, les abrió su corazón y lo sintieron que era de ellos, una característica especial de Monseñor es que nunca se le ve solo, o con gente selecta, se le ve acompañado de los pequeños como se le veía a al mismo Maestro por las calles de Galilea, afanado por curar a los enfermos y alegrar y transformar los corazones desgarrados, solo que su Galilea serán los barrios y colonias marginales de la Capital, los pueblos y cantones más olvidados, donde no hay ninguna comodidad, donde los niños corren descalzos chorreados y sin ropa, donde el campesino se siente sin dignidad y oprimido por el peso de la situación social de aquel entonces, ahí es donde aquel Arzobispo hace su apostolado, ahí es donde pastorea y enseña como pastor, ahí es donde comete el pecado más grande para los poderosos.
“Amar y defender a los pobres y marginados, enseñándoles a pensar y a defender sus derechos” y por esa razón se le juzgo y se le condeno a Muerte, simple y sencillamente por defender los derechos de los pobres, los indefensos y marginados; y por estar con ellos se dio el título de “cura guerrillero” se le acuso de predicar e impulsar la teología de la Liberación, de mesclar la fe con la política, lo cierto es que este característico hombre de Dios lo único que hizo fue simple y sencillamente poner en práctica el mensaje de evangelio en su arquidiócesis, llevarlo a la practica aplicándolo a la realidad que se vivía en ese momento en El Salvador, un país convulsionado por la guerra civil, producto de una injusticia y una aterradora violación a los derechos de los más pobres y desprotegidos de ese entonces. Después de treinta años de todo esto aun hay muchos que siguen viendo la acción del arzobispo con una visión negativa y hasta cierto punto despectiva. Como resuena en mis oídos la frase de Jesús, por mi causa serán condenados y enjuiciados y hasta acecinados, frases que se cumplen en la vida de este, mártir de El Salvador…
Gracias Monseñor por ser el pastor según el corazón de Cristo, cuanta falta nos hace hoy hombres como tú, que tengan el valor de ser y vivir según el corazón de Cristo.
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