viernes, 26 de junio de 2009

XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Tu fe te a curado
Mc. 5,21-24
El domingo pasado veíamos cómo Jesús ejerce su poder y calma la tempestad en medio del lago e increpa a sus compañeros la falta de fe. Hoy el relato evangélico muestra la fe de una mujer que ya había perdido toda esperanza, y también la de un padre, que hincado en el suelo, suplica a Jesús que le acompañe a su casa e imponga las manos sobre su hija que "está en las últimas", que está muriendo,
Sabemos muy bien que el Señor tiene poder, nos lo recordaba el pasaje del domingo pasado. Ese poder hoy lo vemos ejercido para el alivio de una enferma, para la recuperación de la vida, en el caso de la niña. Jesús muestra su poder divino con cara humana para nuestra edificación. Como dice el salmo: El Señor es compasivo y misericordioso.
La mujer que padece flujo de sangre es considerada impura y lleva doce años en semejante situación. La enfermedad le impide tener hijos, algo que el pueblo interpreta como castigo de Dios. A estos sufrimientos hay que añadir, como nos recuerda el santo evangelio, lo que había padecido a manos de los médicos y la pérdida de todos sus bienes en búsqueda de alivio. Ella piensa que sólo le queda una esperanza: Jesús.
Disimuladamente se acerca al Maestro y toca la borla del manto porque ella sabe en su corazón que el Maestro la va a sanar, su fe hace fuerza para mover el poder misericordioso de Jesús, quien enseguida nota que algo ha pasado. Los discípulos se extrañan porque Él pregunta: ¿Quién me ha tocado? Estando como estaban rodeados por un gentío. Y es que Jesús sabe muy bien que alguien se ha acercado reconociéndole como algo muy superior a otros predicadores, a alguien que sabe lo que hay en el corazón. ¡Qué consoladoras palabras las de Cristo! "Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y sigue sana de tu tormento".
Esta frase tan consoladora de Jesús, a la mujer que buscó la sanación, es la misma que nos dice a cada uno de nosotros cuando acudimos a Él en nuestras tribulaciones. La paz es el estandarte del Resucitado. La paz interior, la paz del corazón es el fruto de nuestra vivencia en Jesús. Los cercanos a Él, incluso en medio del sufrimiento, viven en paz, paz que es el fruto de la imitación de Jesús.
En ese mismo día Jesús responde al dolor de un padre que está a punto de perder a su hija. Jesús acepta hacerle una visita y cuando le informan que ya ha muerto, Él responde: "No, ella está dormida". Respuesta, claro está, que provoca las risas de los presentes, los cuales, unos minutos más tarde, se quedan pasmados al ver a la chiquilla caminar y hablar, No nos queda otra cosa que hacer, donde está Jesús no hay muerte.
Cuántas veces no nos hemos encontrado en la misma situación de la mujer enferma o la hija del oficial en el Evangelio de hoy?
¿Cuántas veces, sobrecogidos por el miedo, hemos visto tambalear nuestra propia fe, pero también sin saber exactamente de donde viene, hemos experimentado que nuestra vida como nuestra fe puede ser tan fuerte que hasta montanas puede mover?
La mujer que había estado sufriendo de hemorragias por doce años, sin preguntárselo dos veces, el corazón de su fe le dice que si llegase al menos a tocar el manto de Jesús, ella se salvaría? Después de haber sufrido tanto en esta vida, su fe en el Mesías le permite esperar que se realice un milagro en su vidas. Ella abandona el miedo que la había dejado casi sin esperanza, y se entrega por completo a la
aventura de creer, creer y creer sin límites.
El miedo es el enemigo número uno de la fe. Simple y únicamente porque allí donde hay miedo, hace mucho tiempo que desapareció la confianza. Y donde no hay confianza en Dios, no hay fe.
La fe son nuestros ojos en este valle de lágrimas. La fe nos permite ver que a pesar del dolor, la enfermedad, la muerte, el hambre, y el sufrimiento, Dios siempre va a estar con y por nosotros.
Pero hay una hermana de la fe, que nos hace ser fuerte ante mal, que nos hace fuertes ante el miedo, el sufrimiento y la muerte. Si la fe son nuestros ojos en este valle de lágrimas, esta hermana de la fe son nuestras piernas, es la que nos permite y da energía para seguir caminando aún cuando todo parece ir mal y estar en oscuridad.
Esta hermana de la fe es la esperanza.
La fe nos permite ver a Dios como en un espejo, pero la esperanza nos asegura que el Dios que vemos imperfectamente como en un espejo, un día lo llegaremos a ver cara a cara como una realidad plenamente gozada y poseída.
Una fe sin esperanza no tiene sentido, es una fe sin objeto, termina en el vacío, se ve expuesta al fracaso, y finalmente, muere. Por su parte, la fe confiere un fundamento sólido a la esperanza, evita que la esperanza sea una fantasía.
La fe son nuestros ojos en este caminar por la vida, pero la esperanza son nuestras piernas. Si ella no podríamos avanzar.
La fe nos sana y libra de las garras del miedo, pero la esperanza nos asegura que después de la tormenta siempre saldrá el Sol.
Cuando el dolor y la desesperación nos amenacen, cuando el viento de la vida estremezca nuestro corazón, cuando el mar de los problemas nos abrume, pidamos al Espíritu de Confianza que fortalezca nuestra fe.
El Evangelio nos invita a no perder la fe. Si perdemos la fe estaremos perdidos, el miedo se apoderará de nosotros y viviremos como si estuviéramos muertos.
A pesar de las guerras, los conflictos, el terrorismo, la violencia, el odio, la venganza, el hambre, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, nuestra fe se apoya en un Dios que nos dice que siempre vendrán tiempos mejores.
Nuestra fe no solamente está puesta en una vida en el más allá.
Nuestra fe se convierte en el presente en una fuerza transformadora. Eso quiere decir que nosotros los cristianos no nos quedamos con las manos cruzadas ante las situaciones difíciles.
Nosotros hacemos algo. Nos convertimos en hombres y mujeres que trabajan por la justicia y la paz, buscamos medios y estrategias para erradicar la pobreza y la enfermedad, para proteger el medio ambiente, para salvaguardar la vida, para traer una palabra de aliento a aquellos que la están pasando mal.
No tengamos miedo. Creamos en esa fuerza del corazón, que experimentamos y llamamos fe, que nos hace mover montanas aun en los momentos de fragilidad y confusión.

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