viernes, 20 de marzo de 2009

IV DOMINGO DE CUARESMA

Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su hijo único
Jn. 3,14-21
Entramos en este cuarto domingo de cuaresma en un capítulo fabuloso donde se nos presenta el diálogo entre Jesús y Nicodemo. Nicodemo es un personaje que yo encuentro simpático, atractivo pues por su posición y rango es importante en la comunidad: fariseo, que busca la santidad en el estricto cumplimiento de la Ley, además es un jefe, o sea, miembro del Sanedrín, consejo supremo de gobierno que cubre todos los aspectos de la vida: económico, social, cultural y religioso.
Este relato es exclusivo de Juan, nos dice que viene a encontrarse con Jesús cuando era de noche. Cabe preguntarnos si es noche real, o está él pasando por una noche espiritual. Tal vez y debido a su carácter inquisitivo, un tanto académico, pero también persona religiosa y fiel a Dios, puede ser que coincidan ambas. Según historiadores Maestros de la Ley en esos momentos del año discutían hasta muy altas horas de la noche aprovechando que venían a Jerusalén muchos sabios y expertos en la Ley al acercarse la Pascua y aprovechan para intercambiar opiniones.
Hay entre ambos maestros un intercambio de diálogo teológico pues hablan de Dios, señales milagrosas, del Reino de Dios, nacer de arriba, del agua y del Espíritu, diferencia entre nacimiento de la carne y del Espíritu, del viento que sopla donde quiere, del creyente, de testimonio. Jesús habla desde en un plano muy elevado comparado al nivel en el que se mueve Nicodemo. Jesús habla de “nacer de nuevo” y su interlocutor protesta: ¿Cómo renacerá el hombre ya viejo? ¿Quién volverá al seno de su madre?
El amor sin fisuras del Padre que manda a su Hijo para que los que creen, tengan vida eterna, una vida que no sólo dura para siempre, sino principalmente una vida plena, una vida de unión con el que nos ama, con el que nos salva, con el que es la luz y la verdad.
La serpiente de Moisés nos invita a mirar a la cruz y al crucificado y en ese momento saber distinguir el valor de las cruces que llevamos en nuestras vidas, las que salvan de las que simplemente adornan, o mortifican sin sentido, o dan muerte sin oportunidad de resurrección, o te hunden en el camino como en arenas movedizas sin ramas donde agarrarse, sin razones para la esperanza.
Volviendo al tema de cómo usamos este tiempo de Cuaresma, podríamos hacer un examen de conciencia, no necesariamente para confesarnos, sino para echar un vistazo a nuestra vida y ver si debemos hacer algún cambio, cambio radical. Me veo representado de alguna forma por Nicodemo. ¿Busco la fe o si ya tengo fe, la practico con los ojos y las puertas abiertas, o sigo haciéndolo “por la noche?” ¿Es mi lenguaje todo terrenal o soy capaz de elevarme para encontrarme con los de arriba? ¿Me encuentro entre los nacidos de la carne o del Espíritu? ¿Si el Padre mandó a su Hijo para la salvación de todos, por qué insisto en pasar sentencia en contra de todos los que no piensan como yo?

La parada de este domingo es clave. Es especialmente iluminadora porque va contra algunas de esas ideas preconcebidas sobre nuestra fe y nuestra relación con Dios. El Evangelio y la lectura de Efesios que leemos hoy nos lo dejan claro de entrada con palabras que deberíamos guardar siempre como el mejor de los tesoros: “Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir en Cristo”. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”. Ese “tanto amó Dios al mundo...” nos habla de la profundidad, radicalidad, totalidad y rotundidad del amor de Dios. Es un amor sin límites. Es un amor que rompe la idea de que Dios haga morir a su Hijo para expiar los pecados de la humanidad.

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