viernes, 5 de septiembre de 2008

LA CONFESION UN GRAN REGALO DE DIOS

¿Para qué confesarse con un Sacerdote?
¿No basta pedir perdón a Dios?

El Sacramento de la Confesión es el medio que Dios ha establecido para que regresemos a El si hemos pecado gravemente. Y los Sacerdotes tienen el poder y la autoridad para administrar el perdón de Dios, pues Jesús dijo a sus Apóstoles -y a sus sucesores, los Obispos, cuyos colaboradores instituidos también con ese poder, son los Sacerdotes: “‘Así como el Padre me envió a Mí, así Yo los envío a ustedes’. Dicho esto sopló sobre ellos. ‘Reciban el Espíritu Santo; a quienes perdonen los pecados les serán perdonados, y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar’” (Jn. 20, 21-23).Según estas instrucciones del Señor, los Sacerdotes están constituidos en administradores del perdón de Dios con la asistencia directa del Espíritu Santo. Deberán, por tanto, impartir dicho perdón cuando así lo juzguen adecuado, que es en la grandísima mayoría de los casos, y abstenerse de perdonar cuando el caso lo amerite, lo cual se da muy raramente.
Ahora bien, para cumplir esta labor de perdón, los Sacerdotes necesariamente tienen que estar informados sobre la situación de cada pecador. ¿Y de qué manera pueden informarse sobre los pecados de cada persona si no es escuchando a cada uno?
La confesión de los pecados no es un invento de la Iglesia, sino que era una costumbre que existía inclusive antes de Cristo. Veamos varios testimonios que aparecen en la Biblia al respecto:
En tiempos de Moisés: “Yahvé dijo a Moisés: ‘Dí a los hijos de Israel: el hombre o mujer que cometa algún pecado en perjuicio de otro, ofendiendo a Yahvé, será reo de delito. Confesará el pecado cometido y restituirá enteramente el daño”. (Núm. 5, 6-7)
En tiempos de los Reyes: “El que oculta sus pecados no prosperará; el que los confiesa y se aparta de ellos, alcanzará el perdón” (Prov. 28, 13).
En tiempos de San Juan Bautista: “Confesaban sus pecados y Juan los bautizaba en el río Jordán” (Mt. 3, 6).
Después de Cristo, al comienzo de la Iglesia: “Muchos de los que habían creído venían a confesar y revelar todo lo que habían hecho” (He. 19, 18).
Vemos, pues, que la confesión existía ya antes de Cristo. El confirmó esa saludable práctica y le dio una eficacia especial, elevándola a la condición de Sacramento.
Cuando cometemos una falta grave, perdemos la Gracia Santificante, que es la vida de Dios en nosotros. Por eso las faltas graves se llaman “pecados mortales”, porque nos separan de la vida en Dios.
Al estar en esta situación de pecado grave, si nos arrepentimos, estamos entonces, camino a la casa del Padre nuevamente. Si hemos tenido una “contrición perfecta”; es decir, si hemos optado por Dios, prefiriéndolo y amándolo por encima de cualquier otra cosa, y llegáramos a morir en ese preciso momento, sin haber tenido tiempo de confesarnos, nuestros pecados estarían perdonados. Pero, de no haber muerto, aunque hayamos tenido un arrepentimiento perfecto, tenemos la obligación de confesar nuestros pecados a un Sacerdote, en cuanto nos sea posible. Así lo desea Dios.
¿Por qué? Porque, Dios ha instituido el Sacramento de la Confesión, para que nuestros pecados sean perdonados. Sin embargo, no siempre tenemos una “contrición perfecta”. Más frecuente es la contrición imperfecta, llamada también “atrición”, la cual se basa en el temor a la condenación eterna, consecuencia del pecado. Es bueno saber que este tipo de arrepentimiento imperfecto es suficiente para obtener el perdón en el Sacramento de la Confesión.

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