”Los envió de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos”
Mc. (6,7-13)
La semana pasada se
nos decía que el profeta es un hombre (o una mujer) cualquiera y que, por eso,
puede ejercer de profeta para nosotros alguien cercano, con tal de que se
convierta en alguien que nos transmite la Palabra de Dios sin componendas ni
compromisos; pero también comprendíamos que, como de manera tan clara sucede en
el caso de Jesús, esa misma cercanía puede convertirse en una dificultad
añadida para que el mensaje de la Palabra que el profeta nos transmite
(verbalmente o con su modo de vida) sea acogido.
En este sentido, el
verdadero profeta, por más cercano que nos sea (paisano, familiar, amigo) tiene
siempre algo de “extranjero”, de extraño, de ajeno, precisamente por su
espíritu no acomodaticio, por su capacidad de transmisión de un mensaje
religioso o simplemente moral, que puede incomodarnos, poner al descubierto
aspectos de nuestra vida que no quisiéramos mirar, precisamente porque sabemos
que deberíamos disponernos a cambiar en algún sentido.
El profeta es un
enviado de Dios. Jesús, el definitivo enviado de Dios
y, por tanto, el verdadero y supremo profeta, hace a sus discípulos partícipes
de su misma identidad. Así como él ha sido enviado por el Padre, envía él a sus
discípulos. Estos han tenido la experiencia de la Palabra de Dios en contacto
directo con quien es su encarnación viva. Es lógico que hayan de salir,
enviados por el maestro, para transmitirla a otros. Ya en vida de Jesús fue así.
Y no se trata
simplemente de una transmisión teórica, de comunicar y enseñar una doctrina,
sino de abrir camino a una realidad viva que se refleja en un estilo y un modo
de vida: en comunidad, investidos de una autoridad sobre el mal carente de
signos externos de poder, ligeros de equipaje, con sencillez de vida, aceptando
lo que les den pero sin exigir nada, avalando la Palabra que transmitían
haciendo el bien, curando y liberando.
El evangelio de Marcos
nos narra hoy, las normas especificas que El les da, Jesús envió de dos en dos
a sus primeros apóstoles, los Doce, dándoles el poder sobre los espíritus
inmundos. En este texto se describen las circunstancias o características de
esta misión evangelizadora que Jesús dio a sus primeros apóstoles:
Les pide primero, que vayan de dos en dos. Se trata de
trabajar en forma comunitaria, es decir, “en equipo”.
Les indica que no lleven nada por el camino. Les pide
pobreza confiando al mismo tiempo en la fuerza del mismo evangelio que deben
predicar en su nombre. Como vestimenta llevarán
un bastón, sandalias y una sola túnica, a semejanza de los verdaderos
peregrinos.
Cuando entren a alguna casa que les brinde hospitalidad,
deben permanecer en ella sin andar de casa en casa. Se trata de fortalecer la
convivencia y colaborar con la familia que los recibe para permanecer unidos.
Si en algún lugar no los reciben y los rechazan deben
abandonar ese lugar sacudiendo el polvo de los pies como una advertencia para
ellos. Se trata de respetar siempre la libertad de quienes reciben el mensaje
por la misma fuerza de éste. Están siendo enviados
para expulsar a los demonios; curar, consolar a los pobres y a los enfermos. Se
debe entender que el anuncio del evangelio debe ser acompañado siempre por las
obras de misericordia.
Por el bautismo, somos llamados a proclamar la buena
nueva del Reino, a compartir con otros la Palabra de Dios, y a vivir esa
Palabra que tratamos de comunicar. Nuestro modo de actuar mostrará la
autenticidad de nuestra misión e invitará a otros a seguir a Jesús”.
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