Al día siguiente, domingo, Juan Diego volvió a encontrar al Prelado, quien lo examinó en la doctrina cristiana y le pidió pruebas objetivas en confirmación del prodigio. El 12 de diciembre, martes, mientras el Beato se dirigía de nuevo a la Ciudad, la Virgen se le volvió a presentar y le consoló, invitándole a subir hasta la cima de la colina de Tepeyac para recoger flores y traérselas a ella. No obstante la fría estación invernal y la aridez del lugar, Juan Diego encontró unas flores muy hermosas. Una vez recogidas las colocó en su «tilma» y se las llevó a la Virgen, que le mandó presentarlas al Sr. Obispo como prueba de veracidad. Una vez ante el obispo el Beato abrió su «tilma» y dejó caer las flores, mientras en el tejido apareció, inexplicablemente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde aquel momento se convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en México.
El santo, movido por una tierna y profunda devoción a la Madre de Dios, dejó los suyos, la casa, los bienes y su tierra y, con el permiso del Obispo, pasó a vivir en una pobre casa junto al templo de la «Señora del Cielo». Su preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida de los peregrinos que visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en este grandioso templo, símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a la Virgen de Guadalupe. En espíritu de pobreza y de vida humilde Juan Diego recorrió el camino de la santidad, dedicando mucho de su tiempo a la oración, a la contemplación y a la penitencia. Dócil a la autoridad eclesiástica, tres veces por semana recibía la Santísima Eucaristía. En la homilía que Vuestra Santidad pronunció el 6 de mayo de 1990 en este Santuario, indicó cómo «las noticias que de él nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple [...], su confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad» (.Juan Diego, laico fiel a la gracia divina, gozó de tan alta estima entre sus contemporáneos que éstos acostumbraban decir a sus hijos: «Que Dios os haga como Juan Diego».
Circundado de una sólida fama de santidad, murió en 1548.
Su memoria, siempre unida al hecho de la aparición de la Virgen de Guadalupe, ha atravesado los siglos, alcanzando la entera América, Europa y Asia. En abril de 1990, en una solemne ceremonia en la Basílica de Guadalupe en México, el Santo Padre Juan Pablo II le declaró Beato. El 6 de mayo sucesivo, en esta Basílica, el Papa presidió la solemne celebración en honor de Juan Diego, decorado con el título de Beato.
Precisamente en aquellos días, en esta misma arquidiócesis de Ciudad de México, tuvo lugar un milagro por intercesión de Juan Diego. Con él se abrió la puerta que ha conducido a la actual celebración, que el pueblo mexicano y toda la Iglesia viven en la alegría y la gratitud al Señor y a María por haber puesto en nuestro camino a Juan Diego, que según las palabras del Papa, «representa todos los indígenas que reconocieron el evangelio de Jesús». San Juan Diego es un don extraordinario no sólo para la Iglesia en México, sino para todo el Pueblo de Dios. Juan Pablo II proclamó públicamente la santidad de Juan Diego en una Solemne Misa de Canonización en la Basílica de la Virgen de la Guadalupe en México el 31 de julio, 2002. Su fiesta la fijó el mismo Santo Padre el 9 de diciembre porque ése "fue el día en que vió el Paraíso"
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