Bartimeo, el ciego de Jericó, es un hombre que vive a oscuras. Ya ha oído de Jesús, y de sus curaciones y milagros...Y ese día escucha ruidos desacostumbrados. Pregunta qué ocurre y se entera que es Jesús de Nazaret que pasa por el camino.
Al oírlo se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas:¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!. En su alma, la fe se hace oración. Reflexiona San Agustín esta escenas diciendo: También nosotros tenemos cerrados los ojos y el corazón y pasa Jesús para que clamemos.
Tenemos que gritarle con la oración y con las obras. Debemos pedir ayuda al SeñorPero para el ciego, las dificultades comienzan en el momento que comienza la búsqueda de Jesús en las tinieblas.
El evangelio nos dice que muchos lo reprendían para que se callara.Y así pasa con frecuencia cuando buscamos a Jesús. Algunas veces son los otros, la sociedad, el ambiente, que tratan de que no busquemos al Señor. Que nos dicen ¡Cállate, no molestes a Jesús! Otras veces, dentro de nosotros mismos encontramos impedimentos para seguir al Señor.
Las comodidades, las costumbres. Bartimeo ha esperado por largo tiempo esta oportunidad y no está dispuesto a desperdiciarla. Por eso es que no les hace el menor caso. Jesús es su gran esperanza y no sabe si volverá a pasar otra vez cerca de su vida. ¿Porque ha de prestar atención a los reproches y perder la posibilidad de seguir a Jesús? Pueden criticarlo, insultarlo, pero él clama hasta que sus gritos llegan a oídos de Jesús, porque, según dice San Agustín, “quién fuere constante en lo que el Señor mandó, no escucha las opiniones de las turbas, ni hace caso de los que aparentan seguir a Jesús. A él no habrá poder que lo atasque, y el Señor se detendrá y lo sanará”.Efectivamente, cuando insistimos con confianza en nuestras peticiones, logramos detener a Jesús que va de paso.
La oración del ciego es escuchada. Ha logrado su propósito a pesar de las dificultades externas, de la presión del ambiente que lo rodea y de su propia ceguera, que le impedía saber con exactitud dónde estaba Jesús, que permanecía en silencio, sin atender aparentemente su petición. El Señor, que lo oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Al igual que con nosotros. Jesús escucha nuestro primer pedido, pero espera.
Quiere que nos convenzamos que lo necesitamos, quiere que seamos insistentes, tozudos como el ciego de Jericó. La comitiva se detiene y Jesús manda a llamar a Bartimeo. “Animo, levántate! El te llama”. Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él. El ciego tuvo fe de que se acercaba su liberación, que llegaba una nueva luz en su alma, precursora de la nueva luz para sus ojos. Por eso se despojó de todo lo que pudiera serle un impedimento, una dificultad, una carga: arrojó su manto.
Es una condición indispensable para que consigamos la luz en el alma, que arrojemos de nosotros todo lo que pueda oponerse a ella. Despojarnos de nosotros mismos, de cuanto en nosotros haya, que de una u otra forma, nos pueda dificultar que el Señor se acerque o que nosotros demos el paso hacia Dios, que viene hacia nosotros. Y el ciego no se contentó con arrojar el manto; dio un salto, como para demostrar las disposiciones y los deseos de su espíritu. Dio un brinco de las materialidades hacia lo espiritual. Dejó de preocuparse de muchas cosas por preocuparse de su unión con el Señor. El salto que debemos dar es para desapegarnos de los bienes materiales, de nuestras ambiciones de orden humano, de nuestros criterios y pareceres. Es el salto que debemos dar para acercarnos al Señor. Está ahora Bartimeo delante de Jesús. La multitud los rodea y contempla la escena. Jesús le pregunta: “¿Qué quieres que te haga?” El Señor, que podía restituir la vista, ¿ignoraba acaso lo que quería el ciego?. Jesús desea que le pidamos. Conoce de antemano nuestras necesidades y quiere remediarlas. El ciego contestó en seguida: “Señor, que vea”.No pide al Señor otra cosa que la vista. Poco le importa todo, fuera de ver, porque aunque un ciego pueda tener muchas cosas, sin la vista no puede ver lo que tiene. Debemos imitar la actitud de Bartimeo. Debemos imitar su oración perseverante, su fortaleza para no rendirse ante el ambiente adverso. Ojalá que, dándonos cuenta de nuestra ceguera, sentados inmóviles junto al camino, y oyendo que Jesús pasa, le hagamos detenerse junto a nosotros por la fuerza de la oración, que debe ser como la de Bartimeo, personal, directa, sin anonimato. La historia de Bartimeo es nuestra propia historia, pues también nosotros estamos ciegos para muchas cosas, y Jesús está pasando junto a nuestra vida. Quizás ha llegado el momento de dejar el costado del camino y acompañar a Jesús.
Las palabras de Bartimeo: Señor, que vea, nos pueden servir como una oración sencilla para repetirla muchas veces cuando en nuestra vida se nos presenten situaciones que no sabemos como resolver, sobretodo en cuestiones relacionadas con la fe y la vocación.En esos momentos de oscuridad, cuando quizás la oración se hace costosa y la fe parece debilitarse, repitamos con confianza el pedido: Señor, que vea.Qué nosotros también veamos, Señor, cuál es tu voluntad, cuál es el camino que debemos recorrer, que Tu nos señalas para ir a Ti.Jesús le dijo al ciego: “Vete, tu fe te ha salvado” Y al instante recobró la vista. Lo primero que ve Bartimeo es el rostro de Cristo. No lo olvidará jamás. “Y le seguía por el camino”Pidamos al Señor que sea El siempre la luz que nos libere de la ceguera, y que lo sigamos siempre por el camino.
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