viernes, 24 de julio de 2009

DOMINGO XVII DEL DOMINGO

“Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces” (Jn. 6,1-15)

La virtud de la fe exige de cada individuo creer no sólo en lo que no se puede experimentar físicamente, Dios mismo y los misterios que le rodean, sino también la confianza plena que viene de abandonarse en Dios y en su poder soberano.
Hoy, vemos como el Señor pone a prueba la fe de los doce, y como les demuestra que para Dios nada es imposible. Una muchedumbre sobrecogida por los milagros que hacía el Señor y por el poder y la autoridad de su enseñanza, seguía fervorosamente al Maestro. El Evangelio de este Domingo, nos revela cómo Jesús se preocupa no sólo de las necesidades espirituales de cada individuo, sino que también se hace cargo de las necesidades materiales. Es claro que nuestro Señor presta atención a la totalidad de la persona; de hecho, se da cuenta de que la muchedumbre está hambrienta y no tiene con qué comer o a dónde ir para abastecerse de alimentos. El Señor encuentra aquí una oportunidad más para enseñar a todos, a la gente y a sus discípulos, que para Dios nada hay imposible si el hombre se fía y colabora con Él: “¿Cómo compraremos pan para que coman estos? Le hizo esta pregunta [a Felipe] para ponerlo a prueba. Felipe le respondió: Ni dos denarios bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan… Andrés dijo: Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es eso para tanta gente?” Este gesto de Jesús es una exhortación para salir del individualismo en que estamos encerrados. Erróneamente creemos que cuando compartimos nuestro tiempo o nuestras ideas, sacrificamos algo; la verdad es diferente: crecemos interiormente en la medida en que nos abrimos a los demás y ponemos en común nuestro pequeño mundo.

Esta actitud de Jesús traza una orientación iluminadora para aquellas instituciones que trabajan por las personas más necesitadas. Ciertamente hay que contribuir a crear unas condiciones de vida dignas teniendo una visión integral del ser humano. Este criterio hace la diferencia entre las obras sociales simplemente asistencialistas, y las iniciativas sociales que buscan la promoción del ser humano en todas sus dimensiones.

Tenemos que reconocer que no es fácil compartir. Si queremos superar el egoísmo que está en las raíces de las inequidades sociales, hay que educar para compartir. Y esto se aprende desde los primeros años:
Con frecuencia, los padres de familia de estrato socio –económico medio y alto, sin darse cuenta, están formando egoístas al regalar a cada uno de sus hijos juguetes exclusivos, computador personal, iPod individual y TV en cada habitación… Estas herramientas tecnológicas los aíslan del mundo exterior, del cual quedan incomunicados, para trasladarse a otros escenarios.
Están cometiendo un grave error educativo. En la vida hay que aprender a compartir, hay que saber ceder y negociar. Y estas actitudes básicas se van asimilando desde los primeros años cuando los hermanos necesitan ponerse de acuerdo sobre el programa que se quiere ver, los horarios para navegar por Internet y los turnos para usar el carro. Padres de familia, no olviden que el verbo “compartir” es esencial dentro de los procesos educativos.

Es evidente que las dificultades de la vida son momentos especiales para el encuentro personal con Dios, para quien todo es posible, hasta la solución de los problemas humanos más complicados y desesperantes. Sin embargo, Dios, habitualmente, requiere la colaboración del hombre para realizar sus maravillas. Si cada vez que nos encontremos ante dificultades humanamente insalvables, nos volvemos a Dios en actitud humilde de pobreza, petición y esperanza, Dios se siente conmovido y nos escucha. Pero el Evangelio de este domingo encierra otra enseñanza magnífica: el uso extraordinario que Dios hace de nuestros dones y cualidades humanas. El joven descrito en la escena evangélica, cuenta con muy poco que ofrecer: dos peces y cinco panes para dar de comer a miles de personas. Este muchacho en vez de ser egoísta y quedarse la comida para él, generosamente se la presenta al Maestro para que haga con ello lo que quiera. Y así fue, una porción mínima de alimento sirvió para alimentar a una muchedumbre hambrienta de miles de pe
rsonas.
La tentación que sentimos los cristianos es la de pensar que no valemos para nada, que somos del grupo de los que no han recibido grandes dones, que nuestra vida tiene poco que ofrecer a Dios o a los demás. Esta es, seguramente, la experiencia vital no sólo de los apóstoles, sino de todos los mártires y santos de Dios. Ellos, conocedores de la pobreza de sus vidas, nunca creyeron ser nada fuera de lo normal, sin embargo, Dios les utilizó de modo admirable porque ellos dejaron que Dios les utilizara. Este es el misterio de la vida del hombre que, siendo limitado e imperfecto, Dios le ha llamado a ser parte del misterio salvador de la humanidad. Lo único que Dios necesita de nosotros es que le demos permiso para utilizarnos como instrumentos en sus manos.
Este domingo, el Señor nos ofrece la oportunidad de imitar al joven del Evangelio. En vez de usar nuestra vida para nuestro propio beneficio, pidamos al Maestro que nos infunda la capacidad de entender que hemos nacido para ser don para los demás, y que a pesar de nuestras limitaciones y pobrezas, los pocos o muchos dones que Dios nos ha regalado pueden servir para infundir la luz de la fe en aquellos que nos rodean si dejamos que Dios nos utilice. La Virgen María puede servirnos de ejemplo, porque ella, no teniendo nada, se lo dio todo a Dios y Él la utilizó de un modo admirable para el beneficio de la salvación de la humanidad.

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