Una de las palabras que más se repiten en la Liturgia de la Navidad es el adverbio temporal “hoy”: “Hoy una gran luz ha bajado a la tierra”; “hoy [...] nos ha nacido el Salvador”. “Hoy” es “en este día”, “en el día presente”, en la actualidad del tiempo presente. El Dios vivo nos llama a entrar en su “hoy”, que atraviesa y guía toda la historia (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1165), para dejarnos iluminar por su luz, para alegrarnos con su salvación, para fragmentar la monotonía de nuestros días con la novedad que sólo proviene de Él.
El itinerario de la fe discurre entre la visibilidad de los signos y la invisibilidad del misterio: Hoy “el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra”, canta el Prefacio III de Navidad. Los signos visibles están ahí, ante nuestros ojos: el signo de un Niño que nace en la humildad de un establo, en el seno de una familia pobre, con unos sencillos pastores como primeros testigos de ese acontecimiento. Pero el signo visible de la humanidad del Dios hecho Niño remite al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 515).
La palabra de Dios es la guía que nos permite remontarnos a lo invisible, es la luz que hace posible la mirada de la fe, la única mirada capaz de adentrarse en el misterio. El Niño que hoy nos ha nacido es el Salvador, el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, que ha venido a acampar entre nosotros para que podamos contemplar su gloria.
Hoy se cumple la profecía de Isaías: “Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios” (cf Isaías 52, 7-10). La salvación que Dios ofrece no conoce fronteras. Jesús es de todos y para todos. Su significado es universal. Como ha enseñando el Concilio Vaticano II: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). Todo hombre, de cualquier tiempo, de cualquier raza, de cualquier cultura, de cualquier religión, encuentra en Cristo a Aquel que “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22). Desde la Encarnación no podremos conocernos a nosotros mismos en profundidad, ni podremos conocer nuestro destino sin conocer a Jesucristo, porque sólo su misterio esclarece nuestro propio misterio.
En el Niño que hoy nos ha nacido, Dios ha pronunciado su palabra definitiva, su “Palabra única, perfecta e insuperable”, en la que nos lo ha dicho todo (Catecismo de la Iglesia Católica, 65). En el silencio del mundo ha irrumpido la voz de Dios, para que nuestros oídos oigan, sometiéndose libremente a la palabra escuchada. Dios nos ha hablado en su Hijo, en Aquel que es “reflejo de su gloria e impronta de su ser” (cf Hebreos 1, 1-6). En la tiniebla del mundo ha brillado la gloria de Dios: “la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (cf Juan 1, 1-18).
Hoy se realiza “el admirable intercambio que nos salva” (Prefacio III de Navidad). Jesucristo se ha dignado compartir con el hombre la condición humana, para que nosotros podamos compartir su vida divina. No despreciemos este don. No seamos sordos para la voz de Dios, ni ciegos ante su Gloria. Como escribió Ángelus Silesius: "Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano".
Nosotros no queremos haber nacido en vano, porque no ha nacido en vano el Hijo de Dios. Decía Fray Luis de León que el nacer es tan del gusto de Dios Hijo “que sólo Él nace por cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace según la divinidad, eternamente del Padre. Nació de la Madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El resucitar, después de muerto, a nueva gloria y vida para más no morir, fue otro nacer. Nace en cierta manera en la hostia, cuantas veces en el altar los sacerdotes consagran aquel pan en su cuerpo. Y, últimamente, nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva”.
Hoy que celebramos su nacimiento temporal le pedimos al Señor que, al recibirlo en la Eucaristía, nazca y crezca también en nosotros para poder vivir como hijos de Dios, creyendo en su nombre. Amén.
El itinerario de la fe discurre entre la visibilidad de los signos y la invisibilidad del misterio: Hoy “el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra”, canta el Prefacio III de Navidad. Los signos visibles están ahí, ante nuestros ojos: el signo de un Niño que nace en la humildad de un establo, en el seno de una familia pobre, con unos sencillos pastores como primeros testigos de ese acontecimiento. Pero el signo visible de la humanidad del Dios hecho Niño remite al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 515).
La palabra de Dios es la guía que nos permite remontarnos a lo invisible, es la luz que hace posible la mirada de la fe, la única mirada capaz de adentrarse en el misterio. El Niño que hoy nos ha nacido es el Salvador, el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, que ha venido a acampar entre nosotros para que podamos contemplar su gloria.
Hoy se cumple la profecía de Isaías: “Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios” (cf Isaías 52, 7-10). La salvación que Dios ofrece no conoce fronteras. Jesús es de todos y para todos. Su significado es universal. Como ha enseñando el Concilio Vaticano II: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). Todo hombre, de cualquier tiempo, de cualquier raza, de cualquier cultura, de cualquier religión, encuentra en Cristo a Aquel que “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22). Desde la Encarnación no podremos conocernos a nosotros mismos en profundidad, ni podremos conocer nuestro destino sin conocer a Jesucristo, porque sólo su misterio esclarece nuestro propio misterio.
En el Niño que hoy nos ha nacido, Dios ha pronunciado su palabra definitiva, su “Palabra única, perfecta e insuperable”, en la que nos lo ha dicho todo (Catecismo de la Iglesia Católica, 65). En el silencio del mundo ha irrumpido la voz de Dios, para que nuestros oídos oigan, sometiéndose libremente a la palabra escuchada. Dios nos ha hablado en su Hijo, en Aquel que es “reflejo de su gloria e impronta de su ser” (cf Hebreos 1, 1-6). En la tiniebla del mundo ha brillado la gloria de Dios: “la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (cf Juan 1, 1-18).
Hoy se realiza “el admirable intercambio que nos salva” (Prefacio III de Navidad). Jesucristo se ha dignado compartir con el hombre la condición humana, para que nosotros podamos compartir su vida divina. No despreciemos este don. No seamos sordos para la voz de Dios, ni ciegos ante su Gloria. Como escribió Ángelus Silesius: "Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano".
Nosotros no queremos haber nacido en vano, porque no ha nacido en vano el Hijo de Dios. Decía Fray Luis de León que el nacer es tan del gusto de Dios Hijo “que sólo Él nace por cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace según la divinidad, eternamente del Padre. Nació de la Madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El resucitar, después de muerto, a nueva gloria y vida para más no morir, fue otro nacer. Nace en cierta manera en la hostia, cuantas veces en el altar los sacerdotes consagran aquel pan en su cuerpo. Y, últimamente, nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva”.
Hoy que celebramos su nacimiento temporal le pedimos al Señor que, al recibirlo en la Eucaristía, nazca y crezca también en nosotros para poder vivir como hijos de Dios, creyendo en su nombre. Amén.
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