lunes, 24 de marzo de 2008

MONSEÑOR ROMERO A 28 AÑOS DE SU MUERTE

MONSEÑOR, PASTOR, AMIGO, HERMANO

En su primer viaje a Centroamérica en 1983, el papa Juan Pablo II se detuvo inesperadamente en la catedral de San Salvador. En el interior de sus muros de ladrillo rojo y cemento armado, el papa se arrodilló para orar sobre la tumba del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, asesinado tres años antes. El papa calificó a Romero de «celoso Pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida». Aunque sobria, la oración es digna de mención: menos de un año antes de la muerte de Romero, el papa había estado considerando el envío de un administrador apostólico para regir la archidiócesis en sustitución de Romero.


Romero fue consagrado como arzobispo de San Salvador el martes 22 de febrero de 1977, en una discreta ceremonia en la iglesia anexa al seminario de San José de la Montaña. No era aún tiempo de guerra; faltaban todavía unos años para masacres como las de Río Sumpul y El Mozote. Tres sacerdotes habían sido expulsados del país durante el mes precedente, y la casa de un cuarto sacerdote había sido bombardeada. La tensión política fue, pues, una de las razones de tan discreta entronización de Romero como arzobispo de la capital. Otra razón de la discreción de la ceremonia fue la incertidumbre de la archidiócesis respecto del nuevo arzobispo. Muchos esperaban lo peor. Jesús Delgado, sacerdote que más tarde colaboró estrechamente con Romero, dice que cuando Romero comenzó a hablar aquella mañana, «el silencio era sepulcral».

El primer mes de Romero como arzobispo resultó dramático. Ante la evidencia de fraude en las elecciones presidenciales, los manifestantes se congregaron en el centro de la ciudad. El 28 de febrero, las tropas dispararon contra la multitud, y numerosas personas huyeron a refugiarse en la iglesia de los dominicos. Decenas de personas fueron asesinadas.

El 5 de marzo, la Conferencia Episcopal salvadoreña redactó una carta condenando violaciones concretas de los derechos humanos y haciendo referencia, asimismo, a estructuras sociales fundamentalmente injustas. La carta debía ser leída en las misas del domingo 13 de marzo. El 12 de marzo, Romero se echó atrás, según contó posteriormente el obispo Rivera Damas. El 12 de marzo al mediodía, Romero dijo a Rivera: «Esta carta es inoportuna, esta carta es parcial. Esta carta no sé por qué se ha emanado». Aquella misma tarde, el jesuita Rutilio Grande, párroco de Aguilares, y dos compañeros fueron asesinados cuando iban a decir misa en El Paisnal. Aquella noche, Romero acudió a Aguilares, y algo ocurrió. Tal como Rivera lo cuenta, Romero no sólo leyó la carta en la misa dominical del día 13, sino que su comentario fue tan hermoso que «estuvimos viendo cómo la sabiduría de Dios estaba con él. A partir de entonces, ese hombre cambió...».

Uno de los momentos más bajos de 1979 fue la visita de Romero a Roma en mayo, que era la tercera como arzobispo. Después de muchos esfuerzos, Romero consiguió una audiencia con el papa Juan Pablo. Mientras Romero estaba en Roma, las fuerzas de seguridad dispararon contra los participantes en una manifestación frente a la catedral de San Salvador, con el resultado de veinticinco muertos y numerosos heridos.


Hubo un cambio de gobierno «La Segunda Junta» a la que ofreció diálogo Monseñor Romero. Pero a medida que iban pasando las semanas, se iba viendo claramente que cualquier esperanza de reforma era vana. Los oficiales jóvenes y los miembros civiles del gobierno eran incapaces de arrebatar el control militar efectivo de las manos de los antiguos líderes de la línea dura, uno de los cuales conservaba el puesto de ministro de defensa. Los miembros civiles del gobierno más dignos de confianza dimitieron en enero de 1980, «en protesta por la imposibilidad de llevar adelante las reformas prometidas por el movimiento del 15 de octubre». La represión aumentó dramáticamente bajo la «Segunda Junta», alianza de los demócrata-cristianos con los militares apoyada por los Estados Unidos.

El 22 de enero, Romero escribió en su diario que se había abierto fuego contra una gran manifestación pacífica de organizaciones de izquierda, matando a mucha gente. Sólo de las escaleras de la catedral se recogieron once cuerpos. El gobierno dijo a Romero que ellos no eran responsables, pero Romero escribió: «Muchas voces de testigos señalaban que los guardias que estaban en el balcón del Palacio Nacional habían tiroteado a la muchedumbre», al igual que harían durante el funeral del propio Romero. Unas cuantas semanas después, cuando se anunció que los Estados Unidos estaban considerando la ayuda militar al gobierno, Romero escribió una carta de protesta al presidente Jimmy Carter.

Romero hizo su última visita al Vaticano a finales de enero de 1980. La visita incluyó una audiencia con el papa Juan Pablo, que finalizó con un «abrazo muy fraternal». Romero escribió que dejó la Santa Sede habiendo «sentido la confirmación y la fuerza de Dios para mi pobre ministerio». Urioste afirma que, incluso entonces, Romero fue mal entendido por el Vaticano, que siguió creyendo que era demasiado activo en el terreno político.

El domingo 23 de marzo predicó una homilía que tituló: «La Iglesia: un servicio de liberación: personal, comunitaria y trascendente». Suele citarse una frase de esta larga y compleja homilía: «En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión...!». Al día siguiente tuvo varios encuentros. Fue después a la residencia de los jesuitas de Santa Tecla a hablar con Segundo Azcue, que era su confesor. Volvió al hospital en que vivía a celebrar la misa vespertina. A la finalización de la homilía, cuando Romero estaba extendiendo el corporal sobre el altar, fue asesinado por un francotirador.


Veintiocho años después, monseñor Romero sigue enterrado en el sótano de la catedral de San Salvador con un tiro a la altura del corazón. Creyeron apagar su voz en 1980, pero su voz, desde entonces, no ha hecho más que amplificarse por el mundo entero, encadenándose como su voz por la radio, como aquel sonido de campanas que escuchó en Roma y que grabó para que las oyeran sus campesinos de El Salvador, como si se tratara del latido de su corazón viajando siempre en su pueblo.
Tomado de Douglas MarcouillerMons. Romero «Sentir con la Iglesia». Sal Terrae 2004

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